Categoría: Estatuto de Cataluña
Entre el fallo y la sentencia
Una de las razones por las que la propaganda socialista suele ser eficaz es su impenitente fijeza, su perfecta machaconería. Convencidos de que entre su clientela escasea el sentido crítico, bombardean una y otra las mismas posiciones. Para ser justos, hay que reconocer que, en ocasiones, no carecen de inventiva: ahora han descubierto lo que Santiago González ha llamado justicia cuantitativa, el memorable éxito de que el Tribunal Constitucional sólo invalide un porcentaje relativamente bajo de artículos del Estatuto catalán. Con ello pretenden ocultar el rotundo fracaso de la estrategia de Rodríguez Zapatero que se equivocó gravemente en tres ocasiones: al plantear un nuevo Estatuto, que nadie reclamaba, al obligar a su partido a tragar un bodrio semejante, y al tenerlo por constitucional tras el cepillado al que fue sometido por su ministro de Justicia, un tipo que, de tener algún adarme de dignidad, ya debería haber dimitido hace tiempo por su notable incompetencia jurídica.
Ni los catalanes querían un nuevo Estatuto, ni los españoles querían reformar la Constitución; se trataba sólo de que ZP soñaba no ya con un mandato sino con un nuevo sistema, con un arreglo permanente con los nacionalistas en el País Vasco y en Cataluña, un esquema que dejaría a la derecha en un permanente fuera de juego. El proceso de paz con ETA y el Estatuto fueron los cauces para alcanzar el paraíso, y ya se ve en qué han parado: un acuerdo de gobierno con el PP en el País Vasco, y un inmenso carajal jurídico y político en Cataluña, dónde el pobre Montilla no sabe ya si es un catalán emprenyat, que es lo que simula ser, o un ridículo amontillado haciéndose pasar por cava.
Para lograr sus propósitos, Zapatero no ha dudado en poner en grave riesgo a Cataluña y a España. Cataluña tenía sus propios demonios, y siempre se supuso que los socialistas catalanes deberían oficiar de atenuadores, pero Zapatero ha querido ser más papista que el Papa y, obligó, primero a Maragall y luego a Montilla, a superar el nacionalismo de Pujol a convertirse en una especie imposible de cuasi-secesionistas disciplinados y victoriosos.
La sentencia del Tribunal Constitucional ha pulverizado la estrategia de Zapatero, pero lo ha hecho obligándonos a todos a pagar un precio muy alto, a volver a empezar cuando ya se había hecho un largo camino, con desaciertos y tensiones, pero sin destapar la caja de los truenos que ahora corre peligro de reabrirse insensatamente, tanto en el Oasis como en el Madrid tibetá con el que algunos siguen soñando.
Para volver a empezar habrá que proceder a una especie de armisticio, a reconocer que tenemos problemas y posiciones enfrentadas, pero que no estamos obligados al desastre. Si Rodríguez Zapatero fuese un traidor empeñado en forzar la independencia de Cataluña, lo que seguramente no es el caso, habría fracasado nominalmente, pero ha exacerbado suficiente número de temas sensibles como para que el independentismo tenga nuevos motivos de resentimiento, aunque sea vano que Montilla, una figura patética interpretando un papel equivocado, intente capitalizar esos agravios.
La desestimación de todo este disparate solo será posible tras unas nuevas elecciones, tanto en Cataluña como en el resto de España; entonces, puestas algunas cosas en su sitio, unos y otros tendremos que renunciar a las quimeras, por ejemplo a la idea de que estemos ante una negociación entre naciones iguales, y a los maximalismos, y es posible que los nacionalistas catalanes tengan mucho que revisar, pero tampoco será mínima la tarea que les quede a los demás, por ejemplo, la desactivación definitiva de esa fórmula estúpida de emulación que se conoce como clausula Camps, un error político que debería pesar más que muchos regalos equívocos, y que también ha sido víctima de la lenta pero no ineficaz sentencia del Tribunal Constitucional.
España necesita de Cataluña, no podría ni seguirse llamado España sin ella, pero Cataluña también necesita de España, y los catalanes tienen, como todos los españoles, derecho a sentirse cómodos en el esquema político de la Constitución. Hasta el despropósito zapateril así había sido, con los vaivenes que son la salsa de la política, y así deberá volver a ser. Todos nos jugamos más de lo que se pueda ver a simple vista. La ruptura de la unidad de España traería la ruina general, y el uniformismo con el que a veces soñamos los madrileños tampoco es una solución ni inteligente ni plausible. Lo que se ha mostrado como un disparate es el intento de engañar a todos con juegos de artificio, con semánticas irregulares, con cintura. Cataluña se merece un traje a la medida, sin duda alguna, pero no que ese traje se haga rompiendo la camisa con la que se cubre toda la Nación. Zapatero ha intentado una falsa victoria reformando la Constitución por una puerta falsa. Afortunadamente el Tribunal Constitucional, pese a sus muchas dolencias, ha sabido decir en voz alta que se trata de un empeño imposible.
[Publicado en El Confidencial]
¿Abolimos la rumbita?
La cobardía y la libertad
Una de las cosas que producen mayor desconsuelo cuando se contempla la situación española es la falta de coraje y de valor de quienes están institucionalmente obligados a tenerlo, de los jueces, por ejemplo, pero también de los políticos, de los periodistas, y de infinidad de ciudadanos que no se atreven a defender lo que piensan, que prefieren la vergüenza de ser cobardes al temor de exponerse a represalias por vivir libremente y sin miedos.
Es terrible que se pueda pensar que los retrasos en la publicación de la sentencia sobre el Estatuto de Cataluña se deban, en último término, al temor que los jueces puedan sentir tanto a las consecuencias de sus actos como a la ira de un gobierno que quedase en evidencia. ¿Qué tienen que temer los jueces? ¿Para que existen los jueces si no saben oponerse a las pretensiones de los tiranos? ¿Cómo es posible que tengamos unos jueces que puedan preferir pasar por cobardes a oponerse a quien tiene más poder que ellos? El hecho es tan desgraciadamente evidente que los políticos catalanes, responsables primeros, junto al presidente del gobierno de la nación española, del disparate estatutario, no se les ocurre otra cosa que llamar a las manifestaciones para intimidar más, si cabe, al supuestamente timorato tribunal. No hay que temer, sin embargo, que esas manifestaciones desborden las calles catalanas. Los efectos de una sentencia negativa para los defensores del Estatuto serían, sin embargo, terribles para el brujo irresponsable que se permitió prometer barra libre, y el derribo virtual de la Constitución, a quienes le ayudasen a ocupar la Moncloa.
La magnífica sabiduría de nuestro singularísimo líder político ha permitido que, en momentos en que fuera necesaria la mayor unión imaginable de las fuerzas políticas para sacar adelante la muy maltrecha situación de la economía española, nos tengamos que enfrentar a un tema que forzosamente planteará tensiones posiblemente irresistibles para el orden constitucional. No se pueden hacer profecías al respecto, pero parece claro que cuando debiéramos concentrar nuestros esfuerzos en recuperar una economía que se desangra sin remedio visible, hayamos de dedicar esfuerzos de idéntico porte para resolver el órdago que han planteado una parte significativa de los antiliberales y neo-carlistas catalanes, unos políticos que jamás han creído en otra cosa que en un orden minuciosamente establecido por una tradición, malamente inventada y minuciosamente reaccionaria, por personas que nunca creyeron en la libertad de los ciudadanos en una nación soberana, ni siquiera, por supuesto, en la que imaginan como suya.
Es terrible que sea un mal tan frecuente entre nosotros el deseo de no asumir ninguna responsabilidad, el refugio en lo que se supone inevitable, el consentimiento tácito, y a veces expreso, de la ineptitud, la arbitrariedad y la mentira. Muchas veces nos escandalizamos de nuestros políticos, y, desgraciadamente, no nos faltan motivos para ello, pero no siempre sabemos ver en nuestras conductas esos mismos gestos de sumisión, esa misma cobardía. Hace poco la ministra de sanidad manifestaba que la sociedad española está ya madura para asumir la prohibición total de fumar. Se trata de una declaración muy reveladora, de un testimonio de cómo el gobierno cultiva atentamente el progreso de nuestra sumisión, de cómo hemos ido tragando, con ayuda de los jueces que, permítaseme la expresión, se la cogen con papel de fumar, las limitaciones de nuestras libertades que el gobierno ha ido perpetrando, sin pausa, con leyes inútiles y estúpidas salvo para intimidar, con atentados tan graves a la libertad de conciencia, que es la libertad esencial, como el que ha supuesto la implantación de una asignatura como Educación para la ciudadanía, un bodrio pretencioso que no consiste en otra cosa que en la indoctrinación de nuestros jóvenes con las sapientísimas máximas morales de Peces Barba y Zapatero.
Pues bien, todo esto ha podido suceder porque la sociedad española lo consiente y porque una parte importante de ella, los sempiternos servilones, lo aplaude a cuatro manos. Pudiera ser que la causa de esa pasividad miedica resida en que pensemos que sea la mejor manera de garantizar nuestra inédita condición de nuevos ricos, pero también en eso estamos equivocados. Una prosperidad basada en restricciones al mercado, como la que sueñan nuestros sindicatos y ZP, su primer liberado, es enteramente imposible, y los más refractarios no tardarán muchos meses en convencerse, en medio de los gritos hipócritas de quienes sigan viviendo de un presupuesto que también va a ser menguante.
Ahora, nuestro destino depende, en parte importante, del cuajo y de la dignidad de un puñado escaso de jueces que habrán de escoger entre rendir valiente tributo a su conciencia, o morir avergonzados, aunque se imaginen colmados de dudosos honores, por haber traicionado a la Nación cuya Constitución han de defender.
[Publicado en El Confidencial]