Escaramuzas legales contra el éxito de los Androides
Cuestiones simbólicas
Escaramuzas legales contra el éxito de los Androides
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Tras la manifestación de Barcelona nadie podrá negar ya el éxito de ZP, la fecundidad de su ocurrencia de regalar a Cataluña lo que ningún nacionalista había soñado, su intento de ser más nacionalista que nadie. ZP ha confirmado el sino al que se condenan los que piensen tener que elegir entre el nacional-socialismo o el caos: ZP es el caos en proporciones nunca soñadas.
Nuestro único consuelo es que mañana seguramente ganemos el Mundial y que a ZP le queda poca vida. Tras él, alguien tendrá que restablecer un diálogo sensato con las fuerzas catalanistas para recordarles que no solo ellos deciden, que también cuentan los demás, que contamos todos.
El nacionalismo tiende a travestirse de populismo, y a olvidarse de la democracia: lo lleva en los genes; prefieren las manifestaciones a las urnas y las leyes, y por eso les irrita la sentencia del TC. Deberían saber que también nos irrita a quienes no son como ellos, y no se tome a mérito, porque en ella resuenan las broncas de la Vicepresidenta, las presiones de Moncloa, la indecencia de unos políticos a los que lo único que importa es su destino. Lo asombroso es que haya electores que los prefieran, pero así es. Tal vez sea porque quienes no saben griego piensen que el caos es un estado ideal, de lisonja, de derechos para todos, el estado de Jauja.
La izquierda se ha propuesto desvencijar España con la esperanza de que así haya más a repartir (prebendas, carguillos, boato y mamandurria); lo viene haciendo desde 1981, cuando se empeñaron en que Andalucía tuviese un Estatuto que carecía de cualquier lógica: luego ha venido lo demás, y así nos va, con los Camps y compañía, multiplicando por siete el número de funcionarios. Los catalanes tienen, en el fondo, abundantes razones para estar descontentos, para negarse a pagar la vida muelle de muchos votantes socialistas en Andalucía y Extremadura, por ejemplo; nada de lo que nos afecta tendrá mediana solución mientras sigan existiendo millones de electores que voten al PSOE creyendo hacer algo inteligente. Hay muchos profesionales que le sacan un rédito a su voto, no cabe duda, porque la izquierda es una máquina de generar empleos para los suyos, pero el resto haría bien mirárselo, como dicen por Barcelona.
Según parece, el Tribunal Constitucional está embarrancado en una evidencia y no sabe cómo salir. Es fácil salir de un aprieto cuando el problema reside en un equívoco, pero cuando la solución exige provocarlo, la cosa es un poco más complicada. La Constitución afirma con toda claridad la existencia de la nación española, pero ZP y sus secuaces nacionalistas quisieron ver dos naciones donde solo puede haber una.
Los términos y las etiquetas no son inocentes, implican presunciones y requieren reglas de interpretación que, cuando no se respetan, conducen a disparates que pueden ser peligrosos. El TC puede dejarse tentar por el famoso argumento de José Luis Rodríguez Zapatero conforme al cual la idea de nación es polisémica y, por tanto, no convenía negar que Cataluña pudiese ser considerada una nación. Zapatero suponía que dada la polisemia supuestamente inextinguible del término nación, se podía considerar perfectamente razonable el absurdo de que su uso referido a Cataluña fuese admitido como conforme a
Ahora bien, el TC está precisamente para evitar que nadie retuerza los principios que nos gobiernan. Hay quienes creen que el TC puede decidir que retorcer ya no significa lo que se creía, y que el mundo siga girando como si no pasase nada. Orwell los podría haber puesto de ejemplo.
No soy de los que creen que el secreto de los éxitos del deporte español se deba a que ZP se haya hecho cargo de su gestión; más bien pienso que Zapatero se ha hecho cargo del éxito a ver si le tocaba algo en la pedrea. Me parece, por ello, que es interesante analizar las causas del éxito deportivo español. Nombres como los de Fernando Alonso, Rafael Nadal, Alberto Contador, Marta Domínguez, Pau Gasol, Fernando Torres, Andrés Iniesta o Iker Casillas, y muchos más, además de los éxitos colectivos que han supuesto los triunfos europeos de las selecciones nacionales de fútbol y de baloncesto, son algo más que una casualidad. Creo que la causa hay que remontarla al trabajo serio y persistente de un personaje decisivo que se llama Juan Antonio Samaranch, y a muchos que han seguido seriamente su estela. El deporte nos ha rendido muchos beneficios en todos los terrenos y, especialmente, ha hecho mucho por nuestra estima colectiva, demasiadamente expuesta a la crítica insolvente y disolvente de nacionalistas del más diverso pelaje, y de personajes dispuestos a triunfar a costa de hablar mal de todo lo que huela a común.
Acaso pudiéramos tomar ejemplo de este éxito para aplicarlo en otros contextos. No será fácil, pero me parece obvio que se podría hacer, y que debiéramos intentarlo. Cogeré solo dos campos, eso sí, decisivos. Me referiré la política y a la ciencia. En el campo político tuvimos unos comienzos extraordinarios en la primera transición, pero comienza a insinuarse entre nosotros una mentalidad derrotista y volvemos a preguntarnos qué va a pasar en lugar de decidir qué vamos a hacer, por emplear la sabia fórmula de Julián Marías. El remedio está en manos de todos, aunque no nos vendrían mal unos cuantos Samaranch. En el campo de la ciencia es aún más cierto que la clave está en nuestras manos, aunque ahora el gobierno ha decidido ponerse a ahorrar, precisamente, recortando en cerca de un 40% los fondos destinados a investigación. Pero todo gobierno es un mal pasajero, si el público decide que lo sea.
[Publicado en Gaceta de los negocios]
Tal era el título de una canción de Raimon (de nombre civil, Ramón Pelejero Sanchís, nacido en Játiva, Valencia), cuya simplicísima letra, por lo demás, desprendía una notable suficiencia moral y estaba rebosante de ese tono de superioridad que era corriente entre las juventudes ricas, izquierdistas e ignorantes de los años sesenta. A pesar de todo, ese título me ha venido a la memoria como grito de rebelión frente a un asunto muy distinto, al que creo que hay que poner claramente la proa antes de que sea demasiado tarde, y demasiado el mal inevitable.
Me refiero a la escalada simbólica y verbal de los independentistas catalanes que parece no contar con ninguna oposición, sino con un desdén fingido y una indiferencia cobarde. No basta a los independentistas tener al Gobierno de la Nación a sus pies y a la Generalidad a su servicio, sino que pretenden que nos traguemos sus referendos tramposos en los que triunfan los suyos de manera indiscutible y comencemos a pedir perdón por tenerlos tan inicuamente sometidos. Creo que somos muchos, en Cataluña y fuera de ella, los que no vamos a quedarnos con la boca abierta y los que vamos a exigir a los poderes públicos que no toleren por más tiempo esas tomaduras de pelo.
Hay que decir que no a la independencia de Cataluña por tres razones fundamentales que no pueden darse de barato. Por amor a la libertad, por el bien de la democracia y por respeto a la ley. Y hay que comenzar a hacerlo con los actos simbólicos que, abusivamente, pretenden dar a entender que la mayoría de los catalanes quieran dejar de ser españoles.
La libertad corre peligro en manos del independentismo que, al saberse minoritario, no tiene otro remedio que recurrir a la coacción, a la violencia, y al miedo, creando un ambiente en el que el miedo impida el atrevimiento de pensar lo contrario.
La democracia no existe sin controles y está claro que los independentistas buscan únicamente la expulsión y el anonadamiento de quienes no se adapten a sus designios; lo que es increíble es que las autoridades se presten a semejantes maniobras de modo que, dicho sea de paso, habrá que pedir las correspondientes responsabilidades a quienes hayan consentido la utilización del censo para la patochada del referéndum reciente.
Estamos muy habituados a concederle al nacionalismo un estatus cultural, a saber lo que significa eso. El hecho es que esa clase de análisis lo enaltece, al presentarlo como fruto de las profundas ideas, sentimientos e invenciones de algunos eximios pensadores, de modo que tendemos a olvidar cómo, detrás de sus pretensiones, los nacionalistas ocultan intereses menos espirituales y conmovedores que los que suelen invocar en sus memoriales de agravio. Pues bien, hacia finales de los ochenta del pasado siglo, un excelso brote cultural nacionalista tuvo su éxito en un pequeño archipiélago que está casi en nuestros antípodas.
En uno de sus excelentes libros de viajes (“Las isla felices de Oceanía”) Paul Theroux, muestra su asombro por el desparpajo con el que Stevi Rabuka, inspirador de sendos golpes de estado para mantener el predominio de los nativos fiyianos sobre la extensa población de origen indio, justificó sus pretensiones. Estas son dos citas muy conocidas de Rabuka, un líder sin tapujos: “El hecho de que seamos menos inteligentes que los indios no significa que se puedan aprovechar de nosotros”; “Nosotros tenemos las tierras y vosotros lo sesos. ¿Por qué deberíais ser más ricos que nosotros sólo por tener un poco más de seso”. En un libro en que Rabuka defendió sus acciones y trató de justificar sus intenciones, definió a los indios como una “raza inmigrante” que “quería asumir el control total del gobierno”. Theroux comenta al respecto: “Un golpe de Estado era la única solución para garantizar la supervivencia de la raza fiyiana. Tan simple como eso”.
Cuando le preguntaron a Rabuka si el golpe había sido racista, debió de advertir algún sesgo crítico en la pregunta y se sintió obligado a matizar: “Es racista en el sentido de que va a favor de una raza”. Nuestros nacionalistas aparentan un mayor control de sus respuestas emocionales, y tratan de dar los golpes de estado de manera aparentemente legal, pero en su almario, veneran a los Rabuka de este mundo, su rudeza y, sobre todo, su éxito, aunque haya sido momentáneo.