Cuestiones simbólicas

Un alcalde de CiU se ha sentido molesto porque el Delegado del Gobierno le ha exigido que ponga la bandera nacional en el Ayuntamiento de su localidad. Además de alegar que la había quitado por razones no políticas, el alcalde listillo ha dicho que lamenta que el Gobierno se preocupe de cosas simbólicas en lugar de preocuparse de la crisis económica. El argumento es de coña, y más viniendo de quien viene. Buena parte de nuestra crisis económica se debe al exceso de simbolismos nacionalistas, y a que unos y otros se dediquen a vaciar las ubres del Estado, el bolsillo de todos, con argumentos identitarios, casi siempre bastante peregrinos. Esta vez el Gobierno ha hecho lo que debía, y si lo hubiese hecho más veces tendríamos menos problemas simbólicos, y menos problemas económicos, porque nunca es barato pasarse la ley por salva sea la parte con el bello motivo de que uno es de no se dónde o se siente no sé cómo. No es simbolismo, es la ley, que es también un símbolo. 
Escaramuzas legales contra el éxito de los Androides

Catalanes todos

La Vanguardia informa hoy de que en Cataluña disminuye el número de independentistas, que sigue siendo muy alto, respecto a la cifra de hace unos meses, con lo del Estatuto. Se ve que las encuestas no son muy fiables, porque no es fácil comprender que algunos independentistas catalanes dejen de serlo con un verano por medio, aunque nunca se sabe. Según la encuesta hay más de un diez por ciento de independentistas entre los votantes del PP, lo que también es chocante. Tal vez si se dijera que la encuesta refleja los que dicen que quieren ser independientes, la cosa se aclarase, pero con algunas cosas de los de la Font del Gat nunca es fácil saber a qué carta quedarse, cosas de la rauxa, supongo.
A mí me parece que esto del catalanismo es algo muy serio y que debe de pensarse en ello con cierto rigor, y partiendo del conllevar orteguiano. Se trata de un problema, como mínimo, centenario, de la expresión de unos sentimientos que nunca se pueden desoír, si se quiere ser mínimamente sensato y, por supuesto, si se pretende ser un buen patriota español. Los que son nacionalistas de una parte de España nos llaman, muy inadecuadamente, nacionalistas españoles por tratar de ser buenos patriotas, pero esta carga es bastante liviana por más que algunos creamos que la distinción entre patriotismo y nacionalismo es cristalina, asunto al que dediqué un libro ya hace unos años. Es un error, de todos modos, creer que estamos ante una discusión conceptual, o ante un malentendido. Hay dos cosas muy claras y muy distintas: un problema de poder, y un sentimiento de identidad no exactamente compartido, eso es lo que hay, y lo que hay que tratar con finura.
Hace unos días, Juan José López Burniol, escribió un artículo en la misma Vanguardia con cuyas conclusiones estoy enteramente de acuerdo. Su último párrafo reza del siguiente modo: “ Hoy existe una ruptura sentimental entre Catalunya y el resto de España, manifiesta en la falta de un proyecto compartido y en la ausencia de aquella affectio societatis sin la que toda comunidad resulta imposible. En la actualidad, muchos catalanes se consideran agraviados y muchos españoles se sienten hastiados. Agravio y hastío son malos cimientos sobre los que asentar nada. Hará falta enfriar los ánimos de unos y otros, si se quiere buscar una salida que, sin excluir nada, reconduzca los deseos a las realidades. Y será preciso hacerlo sin una mala palabra sin un mal gesto y sin una mala actitud”.
Comparto completamente este deseo de entendimiento, como el español de bien que siempre he procurado ser. Creo, además, que a los españoles nos es exigible un grado superior de paciencia, compatible con la ironía y el cariño, porque en el imaginario catalanista somos los agresores, aunque muchos pensemos que no es este exactamente el caso. Creo que hace falta un alto grado de entereza, valor, comprensión, magnanimidad y paciencia y que todo lo que se haga por una Cataluña española merecerá la pena. Por eso confío en que David Villa, un asturiano hasta las cachas, no se quite la bandera española de sus botas cuando juegue con el Barça, pero si se la quitare, tampoco pondría el grito en el cielo, y pensaría que la cosa, efectivamente, está llegando más lejos de lo que nunca hubiera pensado.

En Orio ganó Holanda

Tras las revelaciones de que la Generalidad catalana prohibió a los chavales que estaban de campamento ver el partido de la final del Campeonato mundial de fútbol en el que participaba España, llega ahora la versión orwelliana de esta censura en el territorio vasco. En un albergue de Orio, los chavales de entre seis y once años que allí se encontraban, no solo no pudieron ver el partido, sino que fueron informados de que lo había ganado Holanda (y que el gol lo había marcado Robben, tras un fallo del españolista Casillas, un tipo enrollado con una reportera feísima). Decididamente, hay muchos separatistas que son auténticos enfermos.
No es fácil entender que haya padres que entreguen a sus hijos, aunque sea solo una semana, a semejantes personajes, que los pongan en manos de organizaciones tan sectarias, tan brutalmente antiliberales. Si fuésemos una democracia normal, alguien debería hacer algo, pero ya queda dicho que entre nosotros se homologa sin ningún reparo la libertad con las cadenas.

El caos somos también nosotros

Tras la manifestación de Barcelona nadie podrá negar ya el éxito de ZP, la fecundidad de su ocurrencia de regalar a Cataluña lo que ningún nacionalista había soñado, su intento de ser más nacionalista que nadie. ZP ha confirmado el sino al que se condenan los que piensen tener que elegir entre el nacional-socialismo o el caos: ZP es el caos en proporciones nunca soñadas.

Nuestro único consuelo es que mañana seguramente ganemos el Mundial y que a ZP le queda poca vida. Tras él, alguien tendrá que restablecer un diálogo sensato con las fuerzas catalanistas para recordarles que no solo ellos deciden, que también cuentan los demás, que contamos todos.

El nacionalismo tiende a travestirse de populismo, y a olvidarse de la democracia: lo lleva en los genes; prefieren las manifestaciones a las urnas y las leyes, y por eso les irrita la sentencia del TC. Deberían saber que también nos irrita a quienes no son como ellos, y no se tome a mérito, porque en ella resuenan las broncas de la Vicepresidenta, las presiones de Moncloa, la indecencia de unos políticos a los que lo único que importa es su destino. Lo asombroso es que haya electores que los prefieran, pero así es. Tal vez sea porque quienes no saben griego piensen que el caos es un estado ideal, de lisonja, de derechos para todos, el estado de Jauja.

La izquierda se ha propuesto desvencijar España con la esperanza de que así haya más a repartir (prebendas, carguillos, boato y mamandurria); lo viene haciendo desde 1981, cuando se empeñaron en que Andalucía tuviese un Estatuto que carecía de cualquier lógica: luego ha venido lo demás, y así nos va, con los Camps y compañía, multiplicando por siete el número de funcionarios. Los catalanes tienen, en el fondo, abundantes razones para estar descontentos, para negarse a pagar la vida muelle de muchos votantes socialistas en Andalucía y Extremadura, por ejemplo; nada de lo que nos afecta tendrá mediana solución mientras sigan existiendo millones de electores que voten al PSOE creyendo hacer algo inteligente. Hay muchos profesionales que le sacan un rédito a su voto, no cabe duda, porque la izquierda es una máquina de generar empleos para los suyos, pero el resto haría bien mirárselo, como dicen por Barcelona.

La roja

Conforme a nuestro aprecio barroco por la palabrería, muchos españoles padecen una creencia especialmente boba, la de que las palabras cambian las cosas, como si no existiera el refrán sobre la mona y la seda. Otros, tal vez no tan ingenuos, ni tan descaminados, profesan la convicción de que si se consigue imponer un sistema de denominaciones, se impondrán las realidades que se consideren implicadas por ese lenguaje. No negaré la importancia de este tema, pero me gustaría llamar la atención sobre la cantidad de estupideces que se pueden cometer al amparo de una creencia semejante.
Ahora, algunos han puesto de moda llamar la roja a la selección española de fútbol, a la selección nacional de fútbol, al equipo de España, las tres maneras razonables y apropiadas de denominar al equipo que representa a España en el Campeonato Mundial de Fútbol, un torneo en el que compiten equipos nacionales. Como ahora tenemos un equipo que promete se trata, me parece a mí, de desvincular al máximo el equipo de lo que de hecho representa en ese torneo, de España, que es quien juega. Es más que probable que tras esa denominación estúpida se oculten los que no quieren ni oír hablar de España o de la nación. Lo que ya no encuentro tan razonable es que el resto de españoles que no sufrimos dolencias raras ni espasmos al oír esos nombres les tomemos la palabra y hablemos también de la roja. Me temo que, al tratarse de un eufemismo imbécil, pueda acabar teniendo éxito, pero no será con mi beneplácito.
Seguramente esos mismos que ahora enrojecen sus palabras dirán luego, si al equipo no le fuere bien, que España ha fracasado, eso con lo que sueñan todos los días, una tarea con la que colaboran entusiásticamente muchos que no debieran hacerlo, pero la estupidez tiene estas cosas.

Zapatero ataca de nuevo

El Presidente de todos los españoles ha visitado Cataluña para inaugurar algo que todavía no funciona, así que no se acuse al gobierno de lentitud. A su llegada alguien le ha preguntado si traía algún “regalito”, se ve que cae bien por allá. Me temo que esta vez no se haya llevado nada, porque hasta un manirroto como éste tiene, de vez en cuando, que caer en la cuenta de que se ha quedado sin blanca; sin blanca, puede, pero sin labia, ni muerto: así pues, a falta de donativo, debió de pensar que bien pudiera valer un chascarrillo político, de manera que su boca profirió una de esas sentencias que le han hecho justamente famoso declarando que “no le produce «inquietud» que Cataluña se defina como nación en su Estatut”, para decir a renglón seguido algo confuso que parece significar lo contrrario.
Hay que reconocer que, en circunstancias normales,  sería  reconfortante tener un presidente que no se inquiete por nada. Pero si la situación es de zozobra, como lo es, un imperturbable tiene mucho peligro, y ese es el caso. Tan no se inquieta que no se entera de nada, que va por el mundo subido en sus monsergas y tan pronto afirma que no hay crisis económica como que ya (¿cuándo, según él?) hemos pasado lo peor. En realidad, que Zapatero no se inquiete resulta inquietante, porque indica que la Constitución le da algo de risa, sobre todo si se quiere emplear para poner freno a sus caprichos. Claro que a estas alturas ya sabemos que a Zapatero las ideas le sirven para hacer trabalenguas y que no se toma en serio nada, salvo su poder. La Constitución española dice lo contrario, exactamente lo contrario, de lo que dice el Estatut y ya va siendo hora de que el TC se moje, aunque se inquiete Zapatero. 

A vueltas con el término nación

Según parece, el Tribunal Constitucional está embarrancado en una evidencia y no sabe cómo salir. Es fácil salir de un aprieto cuando el problema reside en un equívoco, pero cuando la solución exige provocarlo, la cosa es un poco más complicada. La Constitución afirma con toda claridad la existencia de la nación española, pero ZP y sus secuaces nacionalistas quisieron ver dos naciones donde solo puede haber una.

Los términos y las etiquetas no son inocentes, implican presunciones y requieren reglas de interpretación que, cuando no se respetan, conducen a disparates que pueden ser peligrosos. El TC puede dejarse tentar por el famoso argumento de José Luis Rodríguez Zapatero conforme al cual la idea de nación es polisémica y, por tanto, no convenía negar que Cataluña pudiese ser considerada una nación. Zapatero suponía que dada la polisemia supuestamente inextinguible del término nación, se podía considerar perfectamente razonable el absurdo de que su uso referido a Cataluña fuese admitido como conforme a la Constitución española. El sofisma de Zapatero reside en suponer que la pluralidad de significados supone la flexibilidad conveniente, con absoluta independencia del contexto, esto es, que ZP quiere ser como Humpty Dumpty y establecer con claridad quién manda. Pero las polisemias desaparecen, por definición, cuando se precisan los contextos, ya que, en caso contrario, sería absolutamente imposible hablar y entenderse. Nación podrá ser un término discutido y discutible, pero en el contexto del lenguaje político y, muy concretamente, en el texto de la Constitución española, ese término tiene un significado perfectamente preciso y definido del que algunos pretenden desentenderse para dejar claro quién manda.

Ahora bien, el TC está precisamente para evitar que nadie retuerza los principios que nos gobiernan. Hay quienes creen que el TC puede decidir que retorcer ya no significa lo que se creía, y que el mundo siga girando como si no pasase nada. Orwell los podría haber puesto de ejemplo.

El secreto de un éxito

No soy de los que creen que el secreto de los éxitos del deporte español se deba a que ZP se haya hecho cargo de su gestión; más bien pienso que Zapatero se ha hecho cargo del éxito a ver si le tocaba algo en la pedrea. Me parece, por ello, que es interesante analizar las causas del éxito deportivo español. Nombres como los de Fernando Alonso, Rafael Nadal, Alberto Contador, Marta Domínguez, Pau Gasol, Fernando Torres, Andrés Iniesta o Iker Casillas, y muchos más, además de los éxitos colectivos que han supuesto los triunfos europeos de las selecciones nacionales de fútbol y de baloncesto, son algo más que una casualidad. Creo que la causa hay que remontarla al trabajo serio y persistente de un personaje decisivo que se llama Juan Antonio Samaranch, y a muchos que han seguido seriamente su estela. El deporte nos ha rendido muchos beneficios en todos los terrenos y, especialmente, ha hecho mucho por nuestra estima colectiva, demasiadamente expuesta a la crítica insolvente y disolvente de nacionalistas del más diverso pelaje, y de personajes dispuestos a triunfar a costa de hablar mal de todo lo que huela a común.

Acaso pudiéramos tomar ejemplo de este éxito para aplicarlo en otros contextos. No será fácil, pero me parece obvio que se podría hacer, y que debiéramos intentarlo. Cogeré solo dos campos, eso sí, decisivos. Me referiré la política y a la ciencia. En el campo político tuvimos unos comienzos extraordinarios en la primera transición, pero comienza a insinuarse entre nosotros una mentalidad derrotista y volvemos a preguntarnos qué va a pasar en lugar de decidir qué vamos a hacer, por emplear la sabia fórmula de Julián Marías. El remedio está en manos de todos, aunque no nos vendrían mal unos cuantos Samaranch. En el campo de la ciencia es aún más cierto que la clave está en nuestras manos, aunque ahora el gobierno ha decidido ponerse a ahorrar, precisamente, recortando en cerca de un 40% los fondos destinados a investigación. Pero todo gobierno es un mal pasajero, si el público decide que lo sea.

[Publicado en Gaceta de los negocios]

Diguem no

Tal era el título de una canción de Raimon (de nombre civil, Ramón Pelejero Sanchís, nacido en Játiva, Valencia), cuya simplicísima letra, por lo demás, desprendía una notable suficiencia moral y estaba rebosante de ese tono de superioridad que era corriente entre las juventudes ricas, izquierdistas e ignorantes de los años sesenta. A pesar de todo, ese título me ha venido a la memoria como grito de rebelión frente a un asunto muy distinto, al que creo que hay que poner claramente la proa antes de que sea demasiado tarde, y demasiado el mal inevitable.

Me refiero a la escalada simbólica y verbal de los independentistas catalanes que parece no contar con ninguna oposición, sino con un desdén fingido y una indiferencia cobarde. No basta a los independentistas tener al Gobierno de la Nación a sus pies y a la Generalidad a su servicio, sino que pretenden que nos traguemos sus referendos tramposos en los que triunfan los suyos de manera indiscutible y comencemos a pedir perdón por tenerlos tan inicuamente sometidos. Creo que somos muchos, en Cataluña y fuera de ella, los que no vamos a quedarnos con la boca abierta y los que vamos a exigir a los poderes públicos que no toleren por más tiempo esas tomaduras de pelo.

Hay que decir que no a la independencia de Cataluña por tres razones fundamentales que no pueden darse de barato. Por amor a la libertad, por el bien de la democracia y por respeto a la ley. Y hay que comenzar a hacerlo con los actos simbólicos que, abusivamente, pretenden dar a entender que la mayoría de los catalanes quieran dejar de ser españoles.

La libertad corre peligro en manos del independentismo que, al saberse minoritario, no tiene otro remedio que recurrir a la coacción, a la violencia, y al miedo, creando un ambiente en el que el miedo impida el atrevimiento de pensar lo contrario.

La democracia no existe sin controles y está claro que los independentistas buscan únicamente la expulsión y el anonadamiento de quienes no se adapten a sus designios; lo que es increíble es que las autoridades se presten a semejantes maniobras de modo que, dicho sea de paso, habrá que pedir las correspondientes responsabilidades a quienes hayan consentido la utilización del censo para la patochada del referéndum reciente.

La ley está para respetarla y para que se respete por todos. Es intolerable que los políticos se la salten y, casi más, que afirmen que se la van a saltar. Cualquier ciudadano que atente contra la ley debe ser sancionado, y de esta regla general no deberían exceptuarse los políticos. Cuando en un Estado se renuncia a que la ley se respete, los responsables de esa dejación traicionan a la patria común, a la democracia y a la libertad, y deberían ser inhabilitados por procedimientos comunes y, en último caso, por los electores.

Nacionalismo

Estamos muy habituados a concederle al nacionalismo un estatus cultural, a saber lo que significa eso. El hecho es que esa clase de análisis lo enaltece, al presentarlo como fruto de las profundas ideas, sentimientos e invenciones de algunos eximios pensadores, de modo que tendemos a olvidar cómo, detrás de sus pretensiones, los nacionalistas ocultan intereses menos espirituales y conmovedores que los que suelen invocar en sus memoriales de agravio. Pues bien, hacia finales de los ochenta del pasado siglo, un excelso brote cultural nacionalista tuvo su éxito en un pequeño archipiélago que está casi en nuestros antípodas.

En uno de sus excelentes libros de viajes (“Las isla felices de Oceanía”) Paul Theroux, muestra su asombro por el desparpajo con el que Stevi Rabuka, inspirador de sendos golpes de estado para mantener el predominio de los nativos fiyianos sobre la extensa población de origen indio, justificó sus pretensiones. Estas son dos citas muy conocidas de Rabuka, un líder sin tapujos: “El hecho de que seamos menos inteligentes que los indios no significa que se puedan aprovechar de nosotros”; “Nosotros tenemos las tierras y vosotros lo sesos. ¿Por qué deberíais ser más ricos que nosotros sólo por tener un poco más de seso”. En un libro en que Rabuka defendió sus acciones y trató de justificar sus intenciones, definió a los indios como una “raza inmigrante” que “quería asumir el control total del gobierno”. Theroux comenta al respecto: “Un golpe de Estado era la única solución para garantizar la supervivencia de la raza fiyiana. Tan simple como eso”.

Cuando le preguntaron a Rabuka si el golpe había sido racista, debió de advertir algún sesgo crítico en la pregunta y se sintió obligado a matizar: “Es racista en el sentido de que va a favor de una raza”. Nuestros nacionalistas aparentan un mayor control de sus respuestas emocionales, y tratan de dar los golpes de estado de manera aparentemente legal, pero en su almario, veneran a los Rabuka de este mundo, su rudeza y, sobre todo, su éxito, aunque haya sido momentáneo.