Sesenta años de Talgo

[Un Talgo IV con la locomotora 352-009 Virgen de Gracia en Chamartín, hacia 1982]

El pasado día 2 se cumplieron los sesenta años del primer viaje oficial de un tren Talgo entre Madrid y Valladolid. Se trata de una fecha que debiera darnos que pensar, porque en una España empobrecida por la guerra, muy aislada internacionalmente y todavía predominantemente agraria, con unos ferrocarriles en estado lamentable, un ingeniero imaginativo y un empresario audaz se lanzaron a una aventura, un tanto quimérica, que ha acabado siendo una historia tecnológica y empresarial de gran éxito.

Goicochea y Oriol, el ingeniero y el financiero, ha sido dos de los emprendedores más brillantes de la historia industrial española. Goicoechea se atrevió a pensar en términos muy distintos a los habituales. Su tren habría de ser articulado y ligero (en una época en la que las consideraciones energéticas brillaban por su ausencia) para adaptarse a la atormentada red ferroviaria española, con curvas de radio muy corto y notables pendientes. Evitar el peso de los trenes y acentuar su adaptación a la vía le llevó a pensar en coches cortos, y a situar las ruedas entre los vagones para facilitar la articulación, obteniendo así una forma menos agresiva de contacto entre rueda y carril. Al hacer los trenes más bajos, eliminando todo el sistema de articulación entre carretones, o bogíes, y chasis de los vagones, obtuvo un centro de gravedad más bajo, lo que facilitaba la estabilidad del tren, y permitió luego la invención de un sistema natural de pendulación que hacía posible aumentar la velocidad de inserción en curva sin molestias de los viajeros.

Talgo ha sido una empresa brillante, con gran capacidad de innovación; ha sabido salir de nuestras fronteras y tener una marca prestigiosa y de calidad reconocida. Quizá su único error, si es que lo fue, haya sido no ocuparse de trenes, sino de vagones, descuidando la fabricación de locomotoras y dedicándose en exclusiva a la fabricación y gestión de sus coches, una estrategia que le ocasionó retrasos en su entrada en la alta velocidad.

Ahora mismo, Talgo es una empresa próspera que trabaja en numerosos países y que ofrece productos muy innovadores. Un éxito que nos enorgullece y nos honra a todos, especialmente a quienes amamos el ferrocarril.

Somos los mejores

[Una locomotora de Renfe y otra de Continental Rail, una de las primeras compañías privadas de transporte de mercancías en España, esperando destino en la estación de mercancías de Valencia]

Entre españoles es corriente cierta disonancia a la hora de valorar lo que nos es propio. Existe el derrotismo, que tal vez sea un fruto especialmente tardío de nuestra leyenda negra, pero también existe la petulancia, muy frecuentemente disfrazada de objetividad. El terreno en el que esta última se aplica más a fondo es el del ámbito inmediato, el localista, la manía identitaria que nos arrebata por todas partes. Contra lo que pudiera parecer, no es un vicio nuevo. En nuestra mejor literatura, en Cervantes, en Galdós o en Baroja, se encuentran muestras abundantes de la sorna con la que retratan las pretensiones fantasiosas y estúpidas de tantos personajes seguros de que nadie es mejor que él y que los suyos. La moderna plaga del nacionalismo ha conseguido una socialización de ese sentimiento estúpido con el apoyo de la clase política, siempre interesada en el halago productivo. La retórica de ZP está fortísimamente inspirada en la convicción de que la adulación es políticamente muy rentable.

Poseídos de convicciones de este tipo se puede ir por el mundo haciendo el ridículo sin apenas caer en la cuenta, y se pueden contar esos viajes al vecindario como si el mundo se hubiese quedado suspendido y boquiabierto ante tanta brillantez, ante tamaña elocuencia. A parte de la vaciedad absoluta de esa clase de sentimientos, su peor consecuencia reside en que contribuyen a que la mejora de las cosas se haga imposible. ¿Para qué vamos a modificar nada si somos los más avanzados, los mejores, los líderes indiscutibles del asunto?

Últimamente me llama la atención la frecuencia con que aparece la afirmación de que nuestro ferrocarril es el más avanzado del mundo: los vehículos más modernos, las líneas mejor diseñadas, las estaciones más funcionales y un sinfín de virtudes más. Resulta realmente inverosímil que se diga tal cosa cuando estamos a la cola del mundo en el transporte de mercancías (que debería ser la primera de las obligaciones del ferrocarril en España) o cuando gastamos fortunas en construir estaciones pretenciosas en las que nadie toma un tren. En Inglaterra han unido Londres con París en menos de diez años y aquí no hemos acabado de llegar a Barcelona (aparte que casi se nos hunde) y ya llevamos una docena. Este tipo de baladronadas se destruye con cálculos elementales, pero el personal que no quiere que un dato le estropee sus ensoñaciones se siente feliz sabiéndose parte de la mayoría.

Los trenes de Fort Collins

Siempre he creído que los españoles tenemos un problema con los trenes. No nos gustan, nos parecen antiguos, peligrosos y molestos. En cuanto podemos los quitamos de en medio y, si no se nos ocurre nada mejor, los enterramos para que nadie pueda verlos. ¡Lástima que no seamos norteamericanos en esto! Anteayer estaba pasando por Fort Collins, una hermosa ciudad de Colorado, cuando, en medio de la carretera estatal que une a Denver con Cheyenne, la capital de Wyoming, un paso a nivel estuvo un buen rato detenido mientras atravesaba la carretera un majestuoso mercante con seis locomotoras y cientodoce vagones. Luego se abrió el paso y los coches pudimos seguir hacia el Sur, pero el tren nos acompañó durante un buen rato en paralelo por medio de una ciudad hermosa y llena de lagos y bosquecillos. Nadie se molesta por los trenes que son infinitamente menos agresivos que las autopistas y mucho más útiles y hermosos que sus equivalentes de ruedas de caucho. Un espectáculo así sería inaudíto en España. Los españoles pondríamos el grito en el cielo y pediríamos a voz en cuello que se eliminase el trazado, que se hiciesen túneles, puentes, lo que sea, con tal de quitar al tren de en medio. Los americanos no se molestan porque los trenes se crucen con las calles de las ciudades o con determinadas carreteras. Saben muy bien que están cumpliendo un servicio y que lo hacen con eficacia y escasos costos. Pero es que, además, los trenes son privados. No quiero ni imaginar lo que diría el españolito medio, progre, como se sabe, si viera la vía pública invadida por un ferrocarril privado. Los americanos respetan el trabajo de los demás porque saben que, aunque sea privadamente, están contribuyendo al bienestar público y son muy conscientes, además, de que le deben al tren todo lo que son. América se hizo con los trenes, mientras que España ya estaba allí. La carretera llegó después que el tren y tendría que respetarlo. En España no se ven así las cosas: somos partidarios del progreso a todo trance, sin pensar bien si el dinero que nos gastamos en costosas infraestructuras de disimulo del ferrocarril no estaría mejor empleado en otras cosas. Aquí reina el coche, el individualismo y, sin embargo, en EEUU, un país mucho menos colectivista que el nuestro, se respeta perfectamente el transporte colectivo de mercancias más antiguo y eficaz, el ferrocarril