España en crisis

El Colegio libre de eméritos ha tenido el acierto de editar un libro España en crisis que recoge unos excelentes análisis de Álvaro Delgado Gal, que ha actuado además como editor de los textos, sobre la sociedad española, Víctor Pérez Díaz, sobre la educación, Luis María Linde, sobre nuestra economía, y Alfredo Pérez de Armiñán sobre las instituciones. El libro se lee con facilidad porque, entre otros muchos, tiene el mérito de la brevedad, es decir no se excede en detalles superfluos o en retórica innecesaria.
Ayer tuve la oportunidad de participar en un seminario sobre estos textos que dio lugar a un intercambio de opiniones muy interesante. Varios de los presentes pusieron de manifiesto que la lectura del libro había acrecentado su pesimismo; a mí, por el contrario, me ha movido al optimismo, porque aunque la situación que se retrata, es muy mala, el hecho de que se pueda diagnosticar con tanta claridad mueve a ver con cierta calma el futuro. Es decir que ya no estamos en aquello de Ortega de que “lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa”.
Aunque hubo una mayoría de intervenciones sobre el aspecto económico de nuestra situación, que no es grave sino muy grave, a mí me interesa más el aspecto, digamos, cultural del asunto. Me explicaré: resulta que hay que entender las razones por las que habiendo, como creo que hay, una unanimidad en el diagnóstico económico, y un acuerdo sobre las fórmulas del proceder político, estamos, sin embargo, en un estado próximo a la parálisis. Sobre esto me parece que hay bastante más que discutir, y a ello emplazo a mis amables lectores en los próximos días.

La pobreza del debate español

En España, el debate público, es extremadamente simple y débil, demasiado coyuntural, muy maniqueo y rutinario, enormemente pueblerino, ajeno por completo a lo que ocurre en el exterior, como si eso no nos afectase.

Entre nosotros, la retórica amenaza con verse reducida al famoso “¡Y tú más!”, que es un argumento perfectamente inútil. Muchos periodistas y tertulianos parecen conformarse con el papel de repetidores de consignas, de implacables defensores de la verdad del partido al que se sirve, generalmente mediante retribución.

Es verdad que, en el mundo entero, el pensamiento de cierto nivel parece estar en desbandada, pero aquí la cosa es inusitadamente grave. El debate cultural y político amenaza con verse reducido a una parodia del debate futbolístico, por llamarlo de algún modo, con la desventaja de que, al menos en la política, andamos escasos de tipos como Messi, y lo dice un madridista.

Seguramente la causa resida en que el nivel educativo de una mayoría de españoles es cada vez menor, aunque nominalmente sea el más alto de la historia, pero algo habrá que hacer, porque que la cosa se reduzca a glosar los argumentos de Pajín o de Cospedal, los balbuceos de Rajoy o las baladronadas de ZP es insoportable. Y que el debate cultural se confunda con comentar las ocurrencias de Willy o de Ramoncín debiera producir un llanto inconsolable.

La chuleta de Montilla

Una cámara de TV ha sorprendido al presidente de la Generalidad de Cataluña mientras copiaba atentamente de una mínima tarjeta para estampar su firma en un libro de dedicatorias. Si la gente supiese observar, ese detalle tendría un enorme valor. Nadie observa nada, sin embargo, porque se ha extendido la idea de que lo anormal es lo corriente, y que de nada hay que extrañarse; hemos sido tan abiertos en admitir lo que haga falta, que hemos llegado a prohibir las contradicciones, y, por ello, a ser incapaces de detectar la hipocresía o la mentira, por ejemplo. Santiago González, en su espléndido blog, llamaba la atención, hoy mismo, sobre el hecho de que un menor (o una menor, a saber) pueda cambiar de sexo, pero no se pueda revelar nada sobre su identidad, precisamente por ser menor.

La contradicción que afecta a Montilla es de enorme importancia. Un personaje que está dispuesto a enmendar la plana al Tribunal Constitucional sobre un asunto, como mínimo, intrincado y gravísimo, no es capaz de escribir una dedicatoria sin copiar de una chuleta. Ortega habló en su momento de la separación entre la España real y la España oficial, pero ahora estamos en una esquizofrenia más terrible, la que nos lleva a admitir que un individuo absolutamente incompetente desde el punto de vista intelectual y cultural pueda ser un líder nacional.

La democracia parece habernos servido para entronizar la vulgaridad y la mansedumbre, pero no para mucho más. Tardaremos en salir de este estado de inconsciencia, y ello nos costará grandes disgustos, porque nos afectan problemas para los que no existen chuletas en ninguna parte.