Palabras perras
Otro maniqueo
Palabras perras
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En España, el debate público, es extremadamente simple y débil, demasiado coyuntural, muy maniqueo y rutinario, enormemente pueblerino, ajeno por completo a lo que ocurre en el exterior, como si eso no nos afectase.
Entre nosotros, la retórica amenaza con verse reducida al famoso “¡Y tú más!”, que es un argumento perfectamente inútil. Muchos periodistas y tertulianos parecen conformarse con el papel de repetidores de consignas, de implacables defensores de la verdad del partido al que se sirve, generalmente mediante retribución.
Es verdad que, en el mundo entero, el pensamiento de cierto nivel parece estar en desbandada, pero aquí la cosa es inusitadamente grave. El debate cultural y político amenaza con verse reducido a una parodia del debate futbolístico, por llamarlo de algún modo, con la desventaja de que, al menos en la política, andamos escasos de tipos como Messi, y lo dice un madridista.
Seguramente la causa resida en que el nivel educativo de una mayoría de españoles es cada vez menor, aunque nominalmente sea el más alto de la historia, pero algo habrá que hacer, porque que la cosa se reduzca a glosar los argumentos de Pajín o de Cospedal, los balbuceos de Rajoy o las baladronadas de ZP es insoportable. Y que el debate cultural se confunda con comentar las ocurrencias de Willy o de Ramoncín debiera producir un llanto inconsolable.
Una de las cualidades más sorprendentes del actual presidente del gobierno es su comportamiento verbal. No es demasiado difícil caer en la cuenta de que, puesto que, de manera corriente, la palabra es una forma esencial de comunicarnos, es posible también que la palabra se convierta en una forma de desconcierto, de intoxicación y falseamiento. No estoy sugiriendo que eso sea precisamente lo que hace Zapatero, y no lo estoy diciendo porque hoy es relativamente simple enterarse acerca de la verdad de las cosas. Zapatero no pierde el tiempo, por ejemplo, tratando de disimular las cifras del paro o de disminuir las magnitudes del déficit público; otros se encargan de hacerlo con asiduidad, y el presidente se siente liberado de una función tan escasamente brillante.
Lo que hace Zapatero pertenece a otro reino que el de la desinformación. Por decirlo con una contraposición más o menos habitual, Zapatero no se dedica al mensaje sino al masaje. Él no pretende engañar a nadie, sino recordar de manera continua a los suyos que él es de los nuestros, que él está donde está porque alguien tiene que estar precisamente en la Moncloa para evitar diversas catástrofes que aterrorizan a los suyos. El subtexto de sus discursos dice algo como esto: el mundo es cruel e injusto y ya sabemos que no se puede crear el paraíso, pero mientras nosotros estemos al frente del poder político, la derecha no podrá hacer con nosotros lo que haría con toda seguridad si nos dejásemos. Por eso, el momento cumbre de Zapatero estuvo en su primera victoria, un mandato para pararle los píes a un partido que había ido demasiado lejos, tras haber ganado por dos veces las elecciones.
En este universo maniqueo, Zapatero se mueve como pez en el agua, y toda su política ha estado destinada a alimentar el maniqueísmo radical. Zapatero ha sabido ver que la izquierda estaba perdiendo la batalla porque había concedido demasiado, porque había abdicado de su misión esencial de contener a los explotadores, a los perversos de toda laya. Es curioso observar como en esa nueva era de la izquierda el papel de la maldad se ha desplazado del capitalismo a la derecha política, al adversario electoral. Los banqueros no son un problema, si se los trata adecuadamente; los empresarios, especialmente si son grandes, están demasiado acostumbrados a llevarse bien con el gobierno como para que puedan dar guerra. Los verdaderos enemigos son, por tanto, los partidos de centro y de derecha, sus militantes y sus líderes, además de los medios de expresión que les apoyan, aunque también con esos se puede llegar a alguna entente cordial.
Si se parte de esta cosmovisión de la izquierda, la siguiente operación política tiene que consistir, por fuerza, en convencer a los suyos de que cualquier crisis económica tiene dos características esenciales, a saber, o bien no existe, que es lo que decía durante su primera legislatura, o bien es inevitable, pero pasajera, que es lo que dice ahora, de forma que lo único que hay que hacer, es mantener la unidad sindical, y gastar dinero público sin tasa para que los nuestros puedan soportar los efectos de la crisis sin perder la fe en la importancia de seguir ganando las elecciones para la izquierda.
Zapatero sabe muy bien que la discusión política no puede ser útil más que si es radical. Por eso se entiende tan bien con los nacionalistas, que son maestros en la retórica de la exclusión, y por eso vio en el Pacto del Tinell, por el que se descartaba al PP de cualquier posibilidad de acuerdo, la clave maestra de una nueva izquierda. Esta es la razón por la cual Zapatero ha tenido que buscar motivos de confrontación cuando no los había, porque es necesario fortalecer la convicción de que la izquierda había traicionado su misión al dejar que la derecha pudiese tener alguna tecla que tocar en una democracia.
No es difícil ver que toda la estrategia de comunicación de Zapatero busca crear una atmósfera virtual que aparte a los suyos de la tentación de discutir las cosas en los términos en que, según él, quiere plantearlos la derecha, a base de números o de argumentos lógicos, por ejemplo. Ya dejó muy claro desde el principio que la política y la lógica eran realidades extrañas. Zapatero entiende, por el contrario, que la política es un menester poético y moral, un manoseo del Bien y la Belleza sin que deba importar lo más mínimo un posible miedo al ridículo; pocos políticos se habrían atrevido, en efecto, a enarbolar la retórica de la tierra y el viento en un ámbito en que se discutían crudamente los precios de la energía y los costes de la política ambiental.
La pregunta es: ¿Cómo tiene éxito un mensaje político tan estrafalario? La respuesta es larga, pero hay un elemento que no conviene desdeñar: tanto nuestra tradición escolástica y barroca, como nuestra débil cultura científica, favorecen el aprecio por mensajes que viene desde arriba y que, aunque no signifiquen nada, nos confirman en que somos los mejores.
[Publicado en El Confidencial]
Aunque sea casi imposible encontrar una regla universal en asuntos humanos, creo que hay algo que se acerca grandemente a esa rareza, y es la convicción de que el mal nos es ajeno, enteramente ajeno, lo que recuerda la malévola insinuación de Montaigne & Descartes sobre el tamaño de nuestra inteligencia. De aquí, la popularidad del chivo expiatorio, el animal al que más conviene la condición de verdadero amigo del hombre según Carlos Rodríguez Braun. El mundo es tan amplio y ajeno, tan complejo, que son innumerables las almas bellas (las shöne Seele de la Fenomenología del Espíritu de Hegel) que sufren la omnipotencia del mal y lo abominan, aunque no en silencio. De su reconcomo surge un murmullo ensordecedor. Esa barahúnda se acaba fijando en algunos objetos de preferencia; en la época en que nos ha tocado vivir, aunque no haya sido así siempre, esas fijaciones se han asentado en un viejo conocido de los procesos de limpieza de sangre, en auténticos aristócratas de la culpa, en los judíos que, además, han cometido la osadía de resolver su cuestión, dando vida a un estado presuntamente criminal, un estado en el que se reúnen todos los estigmas de que abominan las exquisitas almas de la izquierda: porque es una democracia, porque es capitalista, porque se rige por un derecho en el que cuentan, y mucho, las libertades formales, y porque ha aprendido a defenderse y no parece tener miedo a las amenazas de los que se dicen ofendidos, a las bravatas de los ayatolas del Irán, esa gente exquisita y posmoderna cuya amistad cultivan Zapateros y Obamas.
El estado de Israel no es, desde luego, una excepción a la regla de que cualquier unidad política se asienta en una serie de victorias, o de derrotas, militares. Salvo para los comunitaristas muy ingenuos, las unidades políticas no resultan ser consecuencia de acuerdos entre caballeros (y, menos aún, entre caballeros y damas) para compartir honesta y plácidamente un rimero de bienes escasos. Demasiado hemos hecho con poner fin en algún punto a la violencia y con tratar de arrinconarla. El estado de Israel nos recuerda desagradablemente esa verdad, oculta e insoportable para quienes siguen creyendo que los niños vienen de París, para los amantes de sociedades cálidas y sin especie de conflicto, aunque muchas veces sean los mismos que aplauden a rabiar el amor libre o lanzan piedras o botellas a los agentes del imperialismo, pobres guardias o soldados mileuristas y maniatados por un buen sentido del que carecen quienes les increpan.
Es posible que el mundo vaya mejor mientras Israel y el capitalismo puedan seguir ejerciendo ese benéfico papel de malos de película. Nunca podremos estar ciertos de hasta dónde pueden llegar los puritanos para exorcizar las malicias que cuidadosamente se ocultan. Los que vemos el mundo como una trama densa de conflictos contradictorios sin solución fácil, inalcanzable, sobre todo, para esas simplezas sobre la codicia, el fascismo, el racismo, el monoteísmo o el Opus, no tenemos otro remedio que agradecer la existencia de Israel y la pervivencia del espíritu el capitalismo, muy a pesar de los Madoff, de los colonos y de una buena mayoría de los ministros de Economía.
[Publicado en Kiliedro, revista española de cultura contemporánea]
Javier Marías escribió que España es un país monoteísta. Suscribiría el diagnóstico, aunque habría que hablar, más bien, de maniqueísmo, de entrega al Uno y al Otro, sin la menor heterodoxia. De esa falta de herejes se quejaba Unamuno, y en ella se funda ese conformismo, nada quijotesco, que nos caracteriza, por encima de la passion for life que proclaman los carteles turísticos.
El caso es que deberíamos de caer en la cuenta de que la democracia se ha desarrollado entre nosotros con un mínimo de debate, con auténticas carencias de participación, como una simple fachada, valiosa, sin duda, pero insuficiente. Me parece que eso es especialmente evidente si se mira de cerca la forma en que los españoles nos relacionamos con el poder. De Pío Cabanillas se cuenta una anécdota que me parece sirve para ilustrar el caso: alguien le hizo notar que el joven Aznar se parecía cada vez más a Fraga y le contestó, «a Fraga no, se parece directamente a Franco». El problema sería relativamente menor si solo Aznar se hubiese parecido a Franco, pero la verdad es que el general gallego hizo auténtica escuela por doquier. No solo se parecen a Franco los líderes de la derecha, sino los líderes de la izquierda, los directores de El País, los catedráticos, los líderes sindicales, los periodistas, los conductores de Metro, por no decir nada de los presidentes de Banco. Los españoles tendemos a creer que la única forma de mandar es que todo el mundo calle en torno a nosotros. No tenemos una tradición democrática y liberal, sino una educación autoritaria que, además, no se inició con el franquismo sino que viene muy de atrás. Se suponía que la democracia iba a acabar con eso, pero todavía no ha sido el caso.
Las consecuencias del autoritarismo son muy pesadas, y tienen una tendencia a permanecer y multiplicarse. El debate auténtico queda proscrito o criminalizado, y lo que se hace a cambio es tener monótonos y repetitivos contrastes de pareceres con escuetas fórmulas en las que no cabe profundizar. Nuestra atmósfera política es extremadamente cansina: se puede leer un periódico de hace seis meses, o seis años, y tomarlo por uno de ayer, sin mayor problema. Y, a cambio de ese quietismo rutinario, una absoluta anomía práctica: en todo lo que a nadie importa, como la educación, movida a tope. Lo único que parece interesarnos son los sucesos, si son con mujeres bellas, como las que le gustan a Berlusconi, mejor.
En una atmósfera así, es casi imposible que aparezca nada realmente nuevo y competitivo porque tendería a ser ahogado desde las dos esquinas del peculiar planeta ibérico con un entusiasmo inquisitorial, aunque ahora se vilipendie a la Inquisición para disimular las nuevas reglas de obligado cumplimiento. La devotio ibérica, que ya llamó la atención a los romanos, sigue muy viva entre nosotros, de manera que la adhesión al líder sustituye cualquier capacidad de análisis de la situación, cualquier patriotismo, el mero buen sentido: una conducta interesada que oculta la cobardía. Esta ausencia de competencia real mata por completo cualquier pluralismo y subvierte la legitimidad. No son los de abajo los que eligen al de arriba, sino el de arriba el que elige a los de abajo. Ya no se trata de ser representativo, sino de ser un hombre-de o una mujer-de, que también las hay.
En esta atmósfera moral, la izquierda se ha transformado en un partido de posibilistas que sigue a ciegas las ocurrencias del líder, aunque muchos sean conscientes de que todo puede acabar en un desastre; ni rastro de esa izquierda liberal que podría haber surgido, si creyésemos en los milagros. Aquí la izquierda pasó, a toda prisa, de ser dogmática y marxista a ser oportunista y disciplinada: ha comprobado la eficacia de la táctica y conoce el desdén de los españoles por las verdades abstractas, sin dueño y sin provecho.
La derecha, bien nutrida de altos funcionarios que aprenden a servir al que manda por encima de cualquier otra moral, ha conseguido, hasta ahora con éxito, reprimir su componente liberal para que triunfe su matriz autoritaria. Para certificar su mal fario, enteramente ajena al debate al que teme más que al demonio, comete además, muy frecuentemente, el error de adoptar las ideas y el lenguaje del enemigo, se ejercita en gestos absurdamente tardo-progres esperando a que la fruta le caiga madura en la boca, por efectos de un turnismo no apoyado en el mérito, sino en el hartazgo.
Lo demás, viene por si solo: subvenciones por doquier para que aprendamos que todo don viene de lo alto, protección al que forma parte del equipo aunque sea un robaperas de primera, y mucho darle leña al mono hasta que se aprenda el catecismo. Lo escribió Galdós al final de sus Episodios: “Un país sin ideales, que no siente el estímulo de las grandes cuestiones tocantes al bienestar y a la gloria de la Nación, es un país muerto. […] Prensa, Gobierno, Partidos, altos y bajos Poderes, todo ello anuncia su irremediable descomposición”: ¿Estamos a tiempo de evitarlo?
[Publicado en El Confidencial]
Ya quedan lejos los tiempos en que muchos españoles eran invitados a cualquier parte para hablar de nuestra transición a la democracia; ahora, con más de treinta años a las espaldas, somos ya uno más en un club que tampoco crece tan deprisa como pudo parecer entonces. En pura lógica, sería tiempo de reflexión y, por qué negarlo, de reformas, pero aquí parece existir un miedo a plantear esta clase de asuntos. La clave puede estar en que los que se sienten legitimados, el Rey y los partidos, no parecen necesitar más, al menos de momento, y piensan que puede ser peor el “meneallo”.
Es evidente, sin embargo, que la mayoría está descontenta con nuestras instituciones y con los hábitos que imperan en la vida pública. La gente no considera a los políticos como individuos admirables que se ocupan de asuntos de los que nadie quiere ocuparse, sino que los ve, más bien, como personas que se aferran al cargo y se olvidan con facilidad de servir a quienes representan. Suponiendo que esto sea así, al menos en alguna medida, la pregunta que se ha de hacer es muy sencilla: ¿por qué consienten los electores que sus representantes los ignoren? ¿Por qué apenas se abren paso en política personas de las que nos podamos sentir justamente orgullosos?
Me parece que el quid de esta situación es relativamente sencillo. Los partidos han conseguido consolidar su poder a través de unas redes clientelares (que, dicho sea de paso, favorecen enormemente la corrupción), y mediante un proceso de apropiación del electorado que se fomenta promoviendo una cultura dogmática y maniquea, que sirve para bloquear cualquier atisbo de divergencia y de renovación en ambos lados del espectro. Los partidos consideran, por tanto, que los electores son suyos, y una buena parte de esos electores se siente premiada por semejante distinción. El éxito de esa cultura política, una oposición visceral entre izquierdas y derechas, ha traído consigo una práctica desertización de la opinión independiente, una contracción del debate público a términos vergonzosos y un empobrecimiento de la atmósfera de libertad y de pluralismo realmente asombrosa.
Necesitamos gente capaz de cambiar el sentido de su voto, personas que sepan ser exigentes y no consientan a los partidos que pretendan atraparlos en la infame dialéctica de o conmigo, o contra mí, una degeneración absurda de la democracia. No puede ser que todo se reduzca a decir si algo es de derechas o de izquierdas sin pensar si es útil, razonable o necesario. Es lamentable que el plan hidrológico nacional, la reforma de la educación o la disminución de la burocracia, sean malas para muchos, simplemente, porque las ha propuesto la derecha, o que, por el contrario, las desaladoras o las relaciones con Marruecos o la lucha contra el cambio climático sean perversas para otros muchos, simplemente porque han sido promovidas por la izquierda.
Necesitamos gente que se empeñe en ser independiente, en no dejarse reducir a la síntesis que conviene a las cúpulas de los partidos. En realidad, sin personas capaces de pensar por cuenta propia, ni la libertad ni la democracia tendrían el menor sentido. Solamente cuando los partidos se den cuenta de que necesitan ganar los votos a base de buenas razones, y no a base de repetir eslóganes, ataques rituales e insultos, se preocuparán de poder contar con los mejores y se abrirán a la sociedad. Sin independencia, los partidos creerán que somos sus rehenes, gente con la que cuentan para embestir o para aplaudir, pero para nada más.
Produce verdadero asombro ver la clase de gentes que, en muchas ocasiones, promocionan los partidos. A veces, se tiene la sensación de que muchos de ellos apenas podrían ganarse la vida honradamente en otras partes, que nada tendrían que hacer en situaciones en que no bastase con repetir como papagayos las frases supuestamente ingeniosas que ha ideado la central de propaganda de su organización.
Sin la presión de las personas de criterio independiente, los partidos se pueden dedicar, exclusivamente, a llenar espacios con figurantes, con aplaudidores, a mostrar supuestos actos políticos en las televisiones, reuniones en los que los ciudadanos reales están ausentes porque han sido sustituidos por disciplinados y telegénicos militantes que, al parecer, no tienen otra cosa que hacer que sonreír al líder de turno.
La independencia es muy necesaria en las personas, pero su ausencia es letal en las instituciones. Apenas hay parlamentarios capaces de hacer un trabajo propio, entre otras cosas, porque se les impide votar lo que mejor les parece: su voto está siempre cautivo. De este modo, la democracia languidece, se reduce a una mera apariencia, a una retórica que sirve para justificar las acciones de los poderosos. El poder del pueblo se convierte en una caricatura cuando la gente abdica de su obligación de tener un criterio propio y de atenerse a él por encima de todo. Muchos pensarán, con razón, que una democracia así, es un fraude.