Las dos últimas legislaturas de la democracia, no han supuesto un balance nítidamente positivo, por decirlo de manera suave. Más allá de las discusiones sobre las causas, parece evidente que nuestra situación global es peor que hace ocho años. El desempleo ha alcanzado cifras insoportables, especialmente entre los jóvenes, y, lo que seguramente es peor, sin que se vislumbre ninguna expectativa de empleo para ellos, por lo que estamos asistiendo a una auténtica ola emigratoria de profesionales bien preparados. La sensación de que la crisis económica va a ir para largo y que sus consecuencias no tienen remedio a corto plazo se ha instalado entre nosotros como una evidencia incontestable. La rivalidad territorial ha aumentado y la cohesión ha disminuido; el independentismo aumenta en Cataluña, y la sensación de que en Andalucía se dilapida el dinero de todos no deja de crecer. Han surgido nuevos partidos regionalistas, como el de Álvarez Cascos. Las listas electorales del PSOE y el PP parece que van a estar trufadas de personas con problemas judiciales, pese a lo remolonamente que la Justicia entra a ver lo que pasa en la casa de los partidos, lo que nos obliga a reconocer que la corrupción ha vuelto por donde solía, y más. El clima político es casi irrespirable, y han desaparecido hasta las mínimas apariencias de consenso y de sentido del Estado. El comportamiento de los políticos y la funcionalidad del sistema empiezan a ser percibidos por un número creciente de españoles como un problema muy grave. Cuesta trabajo reconocer un aspecto que haya mejorado, aunque sea mínimamente, y hay evidencia de que eso no ha pasado ni en las universidades, ni en la educación, ni en la Justicia, asuntos medulares que continúan a la buena de Dios y sin que parezca haber esperanza alguna de mejora, ni a medio, ni a largo plazo. Y lo peor, tal vez, es que sean mayoría los españoles que sienten el futuro como una negra amenaza, de manera que es obligado reconocer que el pesimismo se ha vuelto a instalar en nuestros corazones.
Pues bien, aunque parezca que el pesimismo es la consecuencia de un estado de cosas, se trata, en realidad, de una vieja costumbre española. El libro de Rafael Núñez Florencio, El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto, publicado hace unos meses, analiza con minuciosidad y rigor este rasgo tan habitual de nuestro estado de ánimo en el último siglo, aunque sus raíces estén, en hábitos culturales más veteranos. Hay dos cualidades de este pesimismo que no ayudan en nada a que las cosas mejoren: la primera es que el pesimismo favorece su propio éxito como profecía que se autocumple, en la terminología de Merton, y la segunda es que el pesimismo, que se extiende tanto por la derecha como por la izquierda, por emplear los términos convencionales, no contribuye en nada a que podamos analizar con cuidado las causas de nuestros males, ni a que tengamos la paciencia necesaria para ponerles remedio razonable. Nos puede la exageración, de manera que la izquierda tiende a reformar las cosas a palos, que según ha escrito Peces Barba, en un artículo reciente, es el único lenguaje que algunos entienden, y la derecha a declararse incapaz de mover un ápice el estado lastimoso de nuestra cultura política, a dar por perdidas algunas batallas antes siquiera de empezarlas.
Nos enfrentamos a unas elecciones decisivas con un largo prólogo en las municipales del mes que viene. Me parece que los políticos incurrirán en una irresponsabilidad difícil de perdonar si no se atreven a ponerse sus galas más atractivas y a ofrecer a los españoles un panorama esperanzador. Cada uno a su manera, naturalmente, porque hay un peligro muy cierto en que el disimulo se imponga, en que las propuestas sean calcadas, y, por tanto, demagógicas, de manera que ello obligue a que el elector tenga que acudir, como único argumento para tomar su decisión, al fondo de rencor que sienta hacia el adversario, a dejarse llevar por el esos dos minutos de odio que se administraban a todos en el universo totalitario de 1984, la utopía negativa de Orwell.
Sería ideal que los partidos aprendiesen a hacer una pedagogía política eficaz, en la que el insulto al contrario debería estar rigurosamente prohibido, pero seguramente éste sea un deseo bastante cándido. De todas maneras, me consuelo pensando que van a ser muchos los que se den cuenta de que si los partidos no tiene nada ilusionante que proponer es porque consideran que sus electores son como animalillos mecánicos a los que hay que enviar, únicamente, impulsos muy elementales, porque creen que los listos están en política para vivir a costa de los tontos que les votan. Lo peor de esta actitud es que favorece su éxito, de manera que empieza a ser imprescindible que quienes no creemos ya en los Reyes Magos exijamos a los políticos que nos traten como si fuéramos adultos razonables, para poder dejar atrás, de una vez por todas, la tentación del pesimismo. [Publicado en El Confidencial]¡Muerte a la red, vivan las aplicaciones!