Meditación, muy breve, sobre el pesimismo

Ayer leí un libro muy pesimista de un pensador pesimista, y luego hablé con otro amigo, también pesimista, y sabio, aunque de otro género, mucho más llevadero, y llegamos al acuerdo de que incluso cuando se considere que el pesimismo sea la mirada más lúcida, lo que  no comparto, aunque decirlo sea irrelevante, no vale cualquier clase de argumentos  en su favor, si es que vale argumentar, que parece dudoso. Para decirlo brevemente, no cabe decir: fíjate que malo es el mundo que esta misma mañana me he tropezado, al salir a la calle, con Scarlett Johansson. Es obvio que hay cosas peores, de manera que tales razones conducirían a un pesimismo matizado, o sea, consolador, porque es muy triste ser súbdito del reino de los tontos.
Noticia poco apta para pesimistas al uso

La tentación del pesimismo



Las dos últimas legislaturas de la democracia, no han supuesto un balance nítidamente positivo, por decirlo de manera suave. Más allá de las discusiones sobre las causas, parece evidente que nuestra situación global es peor que hace ocho años. El desempleo ha alcanzado cifras insoportables, especialmente entre los jóvenes, y, lo que seguramente es peor,  sin que se vislumbre ninguna expectativa de empleo para ellos, por lo que estamos asistiendo a una auténtica ola emigratoria de profesionales bien preparados. La sensación de que la crisis económica va a ir para largo y que sus consecuencias no tienen remedio a corto plazo se ha instalado entre nosotros como una evidencia  incontestable. La rivalidad territorial ha aumentado y la cohesión ha disminuido; el independentismo aumenta en Cataluña, y la sensación de que en Andalucía se dilapida el dinero de todos no deja de crecer. Han surgido nuevos partidos regionalistas, como el de Álvarez Cascos. Las listas electorales del PSOE y el PP parece que van a estar trufadas de personas con problemas judiciales, pese a lo remolonamente que la Justicia entra a ver lo que pasa en la casa de los partidos, lo que nos obliga a reconocer que la corrupción ha vuelto por donde solía, y más. El clima político es casi irrespirable, y han desaparecido hasta las mínimas apariencias de consenso y de sentido del Estado. El comportamiento de los políticos y la funcionalidad del sistema empiezan a ser percibidos por un número creciente de españoles como un problema muy grave. Cuesta trabajo reconocer un aspecto que haya mejorado, aunque sea mínimamente, y hay evidencia de que eso no ha pasado ni en las universidades, ni en la educación, ni en la Justicia, asuntos medulares que continúan a la buena de Dios y sin que parezca haber esperanza alguna de mejora, ni a medio, ni a largo plazo. Y lo peor, tal vez, es que sean mayoría los españoles que sienten el futuro como una negra amenaza, de manera que es obligado reconocer que el pesimismo se ha vuelto a instalar en nuestros corazones.
Pues bien, aunque parezca que el pesimismo es la consecuencia de un estado de cosas, se trata, en realidad, de una vieja costumbre española. El libro de Rafael Núñez Florencio, El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto, publicado hace unos meses, analiza con minuciosidad y rigor este rasgo tan habitual de nuestro estado de ánimo en el último siglo, aunque sus raíces estén, en hábitos culturales más veteranos. Hay dos cualidades de este pesimismo que no ayudan en nada a que las cosas mejoren: la primera es que el pesimismo favorece su propio éxito como profecía  que se autocumple, en la terminología de Merton, y la segunda es que el pesimismo, que se extiende tanto por la derecha como por la izquierda, por emplear los términos convencionales, no contribuye en nada a que podamos analizar con cuidado las causas de nuestros males, ni a que tengamos la paciencia necesaria para ponerles remedio razonable. Nos puede la exageración, de manera que la izquierda tiende a reformar las cosas a palos, que según ha escrito Peces Barba, en un artículo reciente, es el único lenguaje que algunos entienden, y la derecha a declararse incapaz de mover un ápice el estado lastimoso de nuestra cultura política, a dar por perdidas algunas batallas antes siquiera de empezarlas.
Nos enfrentamos a unas elecciones decisivas con un largo prólogo en las municipales del mes que viene. Me parece que los políticos incurrirán en una irresponsabilidad difícil de perdonar si no se atreven a ponerse sus galas más atractivas y a ofrecer a los españoles un panorama esperanzador. Cada uno a su manera, naturalmente, porque hay un  peligro muy cierto en que el disimulo se imponga, en que las propuestas sean calcadas, y, por tanto, demagógicas, de manera que ello obligue a que el elector tenga que acudir, como único argumento para tomar su decisión, al fondo de rencor que sienta hacia el adversario, a dejarse llevar por el esos dos minutos de odio que se administraban a todos en el universo totalitario de 1984, la utopía negativa de Orwell.
Sería ideal que los partidos aprendiesen a hacer una pedagogía política eficaz, en la que el insulto al contrario debería estar rigurosamente prohibido, pero seguramente éste sea un deseo  bastante cándido. De todas maneras, me consuelo pensando que van a ser muchos los que se den cuenta de que si los partidos no tiene nada ilusionante que proponer es porque consideran que sus electores son como animalillos mecánicos a los que hay que enviar, únicamente, impulsos muy elementales, porque creen que los listos están en política para vivir a costa de los tontos que les votan. Lo peor de esta actitud es que favorece su éxito, de manera que empieza a ser imprescindible que quienes no creemos ya en los Reyes Magos exijamos a los políticos que nos traten como si fuéramos adultos razonables, para poder dejar atrás, de una vez por todas, la tentación del pesimismo. 
[Publicado en El Confidencial]
¡Muerte a la red, vivan las aplicaciones!

España en crisis

El Colegio libre de eméritos ha tenido el acierto de editar un libro España en crisis que recoge unos excelentes análisis de Álvaro Delgado Gal, que ha actuado además como editor de los textos, sobre la sociedad española, Víctor Pérez Díaz, sobre la educación, Luis María Linde, sobre nuestra economía, y Alfredo Pérez de Armiñán sobre las instituciones. El libro se lee con facilidad porque, entre otros muchos, tiene el mérito de la brevedad, es decir no se excede en detalles superfluos o en retórica innecesaria.
Ayer tuve la oportunidad de participar en un seminario sobre estos textos que dio lugar a un intercambio de opiniones muy interesante. Varios de los presentes pusieron de manifiesto que la lectura del libro había acrecentado su pesimismo; a mí, por el contrario, me ha movido al optimismo, porque aunque la situación que se retrata, es muy mala, el hecho de que se pueda diagnosticar con tanta claridad mueve a ver con cierta calma el futuro. Es decir que ya no estamos en aquello de Ortega de que “lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa”.
Aunque hubo una mayoría de intervenciones sobre el aspecto económico de nuestra situación, que no es grave sino muy grave, a mí me interesa más el aspecto, digamos, cultural del asunto. Me explicaré: resulta que hay que entender las razones por las que habiendo, como creo que hay, una unanimidad en el diagnóstico económico, y un acuerdo sobre las fórmulas del proceder político, estamos, sin embargo, en un estado próximo a la parálisis. Sobre esto me parece que hay bastante más que discutir, y a ello emplazo a mis amables lectores en los próximos días.

Lo que el escándalo esconde

Tal vez por estar leyendo El peso del pesimismo de Rafael Núñez Florencio , caigo con más facilidad en la cuenta de que, en realidad, desconozco con precisión los perfiles del conflicto que enfrenta a los controladores con José Blanco, y, por ende, con el gobierno. He leído para tratar de informarme alguno de los blogs de controladores que existen y las opiniones de expertos sobre la legalidad de las medidas del gobierno. He de reconocer, de entrada, que mi prejuicio frente a los controladores es muy grande y que esas lecturas apenas han hecho que disminuya. Pero me parece que deberíamos empezar a considerar con cierta calma los perfiles más precisos del problema y, entre otros, el margen de pura maniobra política que el gobierno ha introducido en este conflicto tan resonante, con gran falta de sentido de la responsabilidad, por cierto.
Aunque no me atreva a decir cosas más contundentes, si me atrevo a insistir en que una parte importante de la responsabilidad de todo este desdichado asunto está en el conjunto de la clase política, y, muy especialmente, en la izquierda, que se ha negado hasta ahora a hacer una ley de huelga como es debido. La consecuencia es que los sindicalistas son señores de la horca, sin regla alguna que contravenga sus designios cuando consiguen poner a personal en guerra. Y eso no puede ser, no debería pasar ni un minuto antes de que se iniciase una ley que serviría para medirle las costillas a esta democracia demediada e hipócrita en que vivimos.

Tiempos confusos

Vivimos tiempos confusos y hay quienes se aprestan a sacarle un rendimiento a esa negrura. Los españoles estamos descontentos, pero me preocupa que abunden tanto los que quieren llevar cada vez más lejos el motivo y el peso de ese estado de ánimo, con el fin, bastante presumible, de que nos olvidemos de quienes han causado el porcentaje más alto de desastres.
Se nos quiere inducir al pesimismo. Como dice Rafael Núñez Florencio en su reciente libro sobre el tema, la melancolía y el pesimismo son realidades universales, pero en España han criado robusta y diversa progenie. Yo creo que tras muchas de esas actitudes hay, entre otras cosas, pereza e hipocresía. Frente a la tentación del derrotismo, hay que preservar el optimismo y actuar: no es cierto que no haya nada que hacer, hay muchísimas cosas y en muy diversos niveles, de manera que menos quejarse y más energía.