El despilfarro de las publicaciones oficiales

Ayer y hoy he recibido sendas publicaciones oficiales lujosamente editadas en papel. Como casi todas las de ese género son regalos del editor, el organismo público correspondiente. No creo que exista ningún comprador de esa clase de libros, normalmente muy difíciles de encontrar, pese a lo que, en su caso, puedan valer.
El paquete que ayer me llegó contiene una decena de textos de un gran valor cultural, pero la forma de edición de estas obras las condena a la inexistencia intelectual, es decir se ha gastado un buen dineral para nada. El que me han dado hoy tras una reunión, es igualmente valioso, pero de, como los de ayer, ha nacido muerto de las prensas, como dijo Hume de su Tratado, aunque es obvio que se equivocaba.
¿Cuánto tardarán nuestros organismo oficiales en comprender que ya no tiene sentido ninguno esa clase de publicaciones? De manera mucho más barata y eficiente se podrían poner a la venta, o a la descarga gratuita, en la red, de forma que el esfuerzo que hay detrás de cada uno de esos trabajos no quede estéril.
La pereza intelectual de nuestros poderes públicos consiente este despilfarro escandaloso. Supongo que también habrá quienes lo vean como una forma de protección del libro y tal y cual, pero yo he visto sótanos atiborrados de publicaciones que nadie abrirá jamás, cruelmente condenadas al limbo. Yo creo que se trata, pura y simplemente, de uno de tantos disparates que se cometen al buen tun-tun con la pólvora del Rey, es decir con nuestros impuestos.

El olvido de la edición

Hoy en día, siempre que se habla del futuro del libro, la cosa se centra en el futuro de la impresión, en la crisis del papel. Casi siempre se olvida, curiosamente, al autor y al editor, y, por supuesto, se confunde sistemáticamente al editor, que es quien se cuida del texto, con el empresario que lo imprime y lo distribuye para su venta. Pues bien, el futuro digital en el que, pese a quien pese, la circulación de textos se verá casi enteramente desprovista de trabas meramente mercantiles, el papel del editor será absolutamente decisivo. No me refiero a las nuevas obras, aunque también, en las que el papel del editor tal vez pudiera tender a confundirse con el autor mismo, sino, sobre todo, a la circulación de textos clásicos cuyos derechos de autor ya no están vivos, independientemente de cómo se vayan a regular en el futuro estos derechos.

La edición impresa hacía muy cara la renovación de las ediciones, cosa que ahora puede ser mucho más asequible. Pongamos el texto de La Regenta, por ejemplo. A cualquier lector medianamente culto, cosa que será, sin duda, quienquiera pretenda la lectura de la novela de Clarín, le convendrá manejar una edición reciente, bien anotada, en la que se incorporen la mayoría de los recursos críticos y de las notas que ha producido la ya larga tradición de lectura y de crítica de ese texto. Podrá haber, por tanto, muy diversas ediciones de esa novela y los lectores podrán escoger la que les inspire mayor confianza, aunque luego apenas hagan uso de la lectura de notas y complementos eruditos. Antes, los costes del papel, la impresión y la distribución, impedían esa abundancia que ahora podrá abrirse paso sin esos inconvenientes enteramente ajenos al texto y a la investigación sobre el mismo. Las nuevas ediciones digitales podrán gozar de una visibilidad prácticamente universal, en especial si se hacen bien los deberes en la red, y podrán venderse a un precio que disuada a cualquiera de su copia o de su pirateo. Cuesta trabajo imaginar un mundo así, pero me parece que es a eso hacia lo que vamos.

Los editores, en el sentido textual o intelectual del término, seguirán ganado dinero por su trabajo, tal vez más que nunca. Los editores digitales, en el sentido mercantil del término, también ganarán su dinero si aprenden a hacer las cosas bien en un contexto enteramente distinto; un mundo en el que las dificultades ajenas al oficio intelectual (el papel, el transporte, el almacenamiento, la distribución, etc.) prácticamente desaparecerán, y en el que, tanto los textos como los lectores podrán alcanzar unas dimensiones enteramente desconocidas hasta ahora, un enorme nuevo mercado con una capacidad de renovación, y de preservación, realmente maravillosa.

[publicado en adiosgutenberg.com]

Luchas de titanes

Los ecos de las alianzas anti Google por su servicio de lectura de libros no cesan. Grandes imperios que se han visto superados por la clarividencia, la rapidez y la simplicidad de Google tratan de ponerle contra las cuerdas, con la ayuda de las legislaciones anti-monopolio. La batalla será presumiblemente larga y, en mi humilde opinión, acabará resolviéndose no por la fuerza de la ley, sino por la de los hechos. Las leyes son también artefactos y pueden quedar obsoletas ante los desarrollos de otra clase de artefactos que hacen que la realidad llegue a ser muy distinta de la que contemplaba la ley. No me parece mal, desde luego, que los jueces se ocupen de evitar los monopolios, un asunto en el que, de todos modos, suelen ser políticamente muy selectivos. Independientemente de lo que resultare de esa batalla y, si miramos a largo plazo, se puede suponer que el panorama se acercará bastante a lo siguiente:

1. Se generalizará el uso de dispositivos electrónicos de lectura, de manera que la edición en papel irá ocupando un espacio cada vez más residual.

2. Los precios de venta al público serán lo suficientemente accesibles como para que carezca de sentido práctico la copia. Nadie, que se sepa, ha fotocopiado nunca un periódico, aunque sí las noticias, ni casi nadie lo ha hecho con las novelas porque su lectura resultaría incomodísima en ese caso. En cualquier caso, la copia será tan irrelevante desde el punto de vista jurídico como ahora lo es el préstamo entre amigos o familiares de un libro impreso. Todas las restricciones de base tecnológica serán completamente inútiles.

3. Las editoriales tendrán un catálogo cada vez más amplio, las ediciones se pondrán casi permanentemente al día y podrán vivir de la venta de unos productos siempre renovados. La forma de descarga será muy variable y la mayoría de los lectores no buscará necesariamente ni la conservación ni la acumulación: no hay que suponer que todo el mundo desee una biblioteca digital propia, una vez que el acceso sea universal y realmente muy barato.

4. Los autores verán que los lectores pueden leer no solo su libro más reciente, sino cualquiera de los que han escrito. Sus derechos se fijarán con los editores por descarga y podrán recuperarse por los autores en períodos más breves que en la actualidad; serán hereditarios durante más tiempo que en la actualidad. Habrá que crear organismos independientes que verifiquen el número de usos y descargas para evitar abusos de los editores.

5.Las ediciones de lo que llamamos clásicos serán casi exclusivamente digitales y su valor mercantil se fijará en función de la calidad y la solvencia del editor.

6. Las bibliotecas digitales no deberían seguir haciendo préstamos gratuitos a cualesquiera usuarios, ni se caracterizarán primariamente por su capacidad de almacenamiento, sino por la riqueza de su catalogación y la buena organización de las referencias a cada una de las obras publicadas en cualquiera de los sectores del saber. Serán, sobre todo, centros de investigación.

El oficio de profeta está lleno de riesgos, pero creo que va habiendo elementos de juicio suficientes para imaginar un futuro que será mejor que el presente, por más que muchos negocios, buenos, malos o regulares, se vayan a ver afectados. Cosas de la vida.

[P [Publicado en adiosgutenberg.com]


Se habla de libros

Por estos días ha llegado a ser costumbre hablar de libros, especialmente en Barcelona por el peculiar colorido de su día de San Jordi. Ahora mismo hay cierta confusión en el debate, digamos, periodístico; tan pronto se nos habla de que desaparecerán los libros de papel, como de máquinas fabulosas que fabricarán cualquier libro en escasos segundos, y abundarán como los quioscos de prensa, que también están en el alero.

Lo que se demuestra es que la abundancia de información no siempre se relaciona linealmente con la sencillez para formar criterio, o para hacerse cargo de cualquier cosa. De hecho, la información siempre se mezcla con un contrario enormemente variopinto, con la desinformación, y eso produce extrañas figuras en las que lo correcto se amalgama con lo fantásticamente inverosímil.

Quizá deberíamos serenarnos y pensar que, salvo que el progreso pueda consistir en una larga y veloz caminada hacia atrás, cosa que tampoco se puede descartar a la ligera, lo que parece más probable es que nos vayamos adentrando en un mundo en el que la información (que es lo que contienen los libros) se haga mucho más abundante, accesible y barata, y que, en consecuencia, se permita una mejora continua y efectiva de su calidad. Es decir, no habrá que competir por fabricar o tener un libro, sino por conseguir el libro mejor, la edición más completa e interesante. Sabemos, además, que esa edición va a estar accesible para que pueda ser leída de muchas maneras, como también han existido muchas variantes físicas de cada libro impreso, y que escogeremos la que más nos convenga o apetezca. ¿Algún problema? Siempre han existido grupos de personas a los que molesta que los demás podamos elegir, pero deberían ir acostumbrándose a que elijamos. ¿Desaparecerán los editores?: no; habrá más y mejores editores que se tendrán que centrar, casi en exclusiva, en la calidad textual e intelectual de lo que ofrecen, sin preocuparse de cosas que, bien mirado, son enteramente ajenas a aquello por lo que los libros nos interesan. 


[Publicado en otro blog]

¿Tienen edición los textos digitales?

A la palabra editar le han salido muchos usos. Tal vez lo único que tengan en común todos ellos es que se refieren siempre, de uno u otro modo, a un texto, y se ha llamado siempre texto a una serie de signos visuales sobre una superficie. La pregunta que a veces me hago es si existe algún sentido importante en el que se pueda afirmar que se ha editado un texto digital. Si nos tomamos en serio lo que es un texto digital, rápidamente caeremos en la cuenta de que no admite ediciones, admite cambios (que lo transforman en algo distinto), pero no ediciones. Es decir, un texto digital, en tanto que precisamente digital, no tiene ninguna edición posible y cualquier edición de hecho lo transforma en un texto distinto. La edición existe porque podemos mover los signos sobre una superficie, pero, si hablamos en serio,  no hay ninguna superficie ni ningún signo en el mundo digital.

Desde luego las paginaciones, los formatos, las portadas y los títulos son elementos de la edición de un texto que se puede digitalizar, pero no forman parte del texto mismo, del mismo modo que tampoco son parte del texto los metadatos con los que los bibliotecarios identifican, por ejemplo, los libros.

En realidad, no hay libros digitales, eso es solo una metáfora. Un texto digital es, en último término, un número (no es un conjunto de dibujos sobre una superficie, o sea, que, de algún modo no es ni siquiera un texto) y ya se sabe que los números son muy suyos, que cada uno es el que es y no quiere que le confundan con otro.

¿Puede ser alguien propietario de un número?  Ya sé que el planteamiento es un poco extremista, pero me parece que algo de esto hay que tener en cuenta cuando se habla de los derechos, digamos, mercantiles sobre un texto digital o cuando, como algunos hacen se plantea la necesidad de que los libros digitales tengan también, ¡oh maravillosa previsión de quienes se cuidan de que no decaiga la cultura a manos de la barbarie tecnológica!, un precio único.