Categoría: lectura digital
Lecturas, libros y sabios
Descubriendo la lectura profunda
Pese a que uno sea un mediano lector, y pese a haber dedicado algunas horas a pensar en la lectura, debo reconocer que me sobresalto cada vez que leo las reflexiones de Joaquín Rodríguez sobre la “lectura profunda”, un tipo de lectura, la verdad, cuya naturaleza no acabo de captar, ni siquiera superficialmente. Dice nuestro autor que es “la lectura que Proust practicaba y a la que su escritura invitaba” (bella aliteración, pardiez) y que es “aquel tipo de lectura que caracteriza más apropiadamente nuestro intelecto: el razonamiento inductivo y deductivo, ciertas competencias analógicas, el análisis crítico, la reflexión, la penetración y la agudeza intelectual”. ¿A que impresiona? Yo estoy de acuerdo con que haya que caracterizar apropiadamente al intelecto, y, sin embargo, esta enumeración me deja perplejo, estupefacto. Yo creo que al propio Rodríguez tampoco acaba de convencerle un rosario tan variopinto de cualidades, porque inmediatamente aclara que “el libro, el texto encuadernado entre dos cubiertas, es un tipo de tecnología que ordena el significado linealmente confiriéndole estabilidad, un tipo de tecnología que demanda la atención y la concentración del lector en un acto de íntima entrega dedicado a descifrar las capas acumuladas de sentidos y significados”. Lo de la íntima entrega puede sonar un poco rijoso, pero hay que reconocer que es una metáfora molona.
¿Querrá esto decir que no lee el lector sino el libro? Rodríguez advierte de que con la lectura digital, “se cae en ciertas añagazas y trampas inherentes a la cultura digital: el énfasis desmedido en la inmediatez, en la sobrecarga y sobreabundancia indiscriminada de la información, en un tipo de cognición condicionada o intermediada solamente por medios digitales que implica o promueve la velocidad desalentando la reflexión y la deliberación propia de la lectura profunda”.
Yo mismo empiezo a tener dudas de haber entendido un texto de Thomas Nagel que acabo de leer en un formato digital, aunque, a decir verdad, creía que sí, pero ahora ya no estoy cierto. ¿Tendré que comprar la tecnología de papel correspondiente para entender las sutilezas del filósofo norteamericano? ¿Habré entendido con la debida profundidad las ideas de Rodríguez, puesto que no he tenido la preocupación de encuadernarlas? No se crean que Rodríguez habla de memoria de estas cosas, porque siempre procura estar al día, y no hay cosa que se le escape, aunque temo que eso le distraiga de su degustación celulósica de Proust. Ahora aduce un texto de Maryanne Wolf, en “The importance of deep reading“, que, al parecer, está muy en su línea, una ensalada entre Proust y la configuración, por supuesto que también profunda, de nuestras redes neurales; ya se ve que no estamos ante prejuicios sino ante puritita ciencia. Lo dicho, no se les ocurra leer un e book y, mucho menos, que caiga en manos de sus niños. Como remacha Rodríguez no se trata “de un cambio de formatos o de soportes, sino de una transformación cognitiva de primer orden”.
No sé qué más decir, salvo que quedan advertidos.
Un tablet para un milagro
Llevamos unos días en un sinvivir a la espera del nuevo artilugio, del archifamoso tablet de Apple. Si no fuera que los avispados genios de esa empresa, empezando por el superlistísimo Jobs, han hecho antes diversos milagros, diríamos que peor será la resaca, que nunca un aparato resolvió nada. Apple apuesta siempre por algo distinto a un mero aparato, por una forma de relacionarse con la información que nos interesa, con las diversiones, incluso con lo que necesitamos. Parece una actitud correcta por oposición a otros que, como Nokia, marean al consumidor con cosechas enteras e incesantes de dispositivos perfectamente indistinguibles, salvo para los ingenieros.
Yo creo que, pese a la imaginación de Apple, la única novedad que ahora sería realmente asesina es un dispositivo capaz de servir como lector y con un nivel alto de interactividad, pero con tinta electrónica en color. Mientras no exista esa posibilidad de lectura, todo lo que tendremos es un nuevo portátil, de una u otra forma, pero un portátil. Y es que lo que se necesita verdaderamente es dispositivos lectores de mayor calidad e interactividad y, sobre todo, de servicios más eficaces y accesibles, de buenas ediciones, de algo que merezca la pena leer, que mejore realmente la mayoría de las cualidades del libro tradicional y sea, además, barato.
¿Arrancan los e-readers?
Son abundantes los testimonios de que estas Navidades pueden ser el inicio de un cierto nivel de masificación de los e-reader en España. Puede ser. Yo que ya soy usuario veterano, tengo que decir dos cosas al respecto: una, como me recordaba esta mañana, Ana Nistal, no conozco a nadie que haya hecho la experiencia de uso de une-reader (con tecnología de tinta electrónica) y no haya quedado encantado; dos, que no creo que el precio, que ya está más bajo, sea ningún obstáculo; los obstáculos están en la boina, en el cierre de la mollera. Son los editores, la mayoría, los periodistas que no entienden nada (que son muchos) y los que hablan de memoria (catedráticos y gente así) los que impiden que la gente se ventile el cráneo. El otro día cenando con un grupo de amigos, un catedrático con fama de bueno entre los suyos, me empezó a decir esa chorrada tan divertida de que las pantallas no se leen y cosas así; le paré en seco y, aunque ya le tenía localizado como un merluzo importante, le he puesto en la lista de los memos irremediables. La única disculpa es que tiene más años que yo, pero eso autoriza a tener peor intención y un cierto desánimo, no da bula para las simplezas.
Algunos que se gastan mucho dinero en cualquier bobada, como un televisor más grande que el salón, se quejan del precio de los e-reader. Lo que ocurre es que leer les parece muy aburrido y así andan de pobreza de argumentos. Es verdad que faltan todavía catálogos interesantes y que, en español, apenas se pueden leer ediciones fiables y casi nada reciente, pero todo se andará, estas Navidades o cuando sea, pero se andará. Las cosas tardan en llegar porque aquí somos un poco tardos, pero la función exponencial empieza a asomarse.
El mal francés
Uno de los indudables beneficios del viajar (o del leer, que suele ser más barato aunque no menos arriesgado) es constatar que lo que en una parte se llama el mal francés, recibe en otra el nombre de mal napolitano, y en un tercer lugar el de purga española. Son cosas del multiculturalismo, diríamos.
Yo, ahora, me acojo a la expresión no para referirme a suplicios de bajos fondos, sino a la persistente manía de ver en el texto digital toda clase de defectos, ciertas carencias metafísico-fantasmales que nos acabarían condenando a la ignorancia sin dejarnos disfrutar del exquisito lenitivo de la pedantería.
Lo llamo mal francés porque me parece que aunque los niños ya no vienen de París, de allí, y de la cercana Bruselas, han salido algunas de las más memas invectivas contra la digitalización, contra Google (aunque, a veces, de tapadillo a favor de Microsoft), o contra los dispositivos electrónicos (o portalibros) dedicados a la lectura. Es claro que el mal no se limita al pentágono galo, porque los afrancesados abundan, lo mismo en Nueva York que en los madriles. La última francesada al respecto, aunque muy moderada, me ha llegado de la mano de libros&bitios, en el blog de José Antonio Millán, y acaso peque únicamente de sensacionalismo al empezar afirmando que la lectura modifica nuestros cerebros, una de esas proposiciones cuya debilidad esencial consiste en la inverosimilitud de sus contrarias (¿alguien puede pensar que la lectura no modifique el cerebro de algún modo?), a lo que suele añadirse una escasísima concreción.
Para anotar algo positivo del signo contrario, me ha llamado la atención que empiecen a menudear estudios y afirmaciones sobre algo que debiera ser obvio, a saber, que los ordenadores son, sobre todo, aparatos de lectura y de escritura y que nada hace creer que la capacidad lectora y expresiva de los nativos digitales vaya a ser menor que la de los que no lo somos. Se trata, casi, de una obviedad, pero comienza a abrirse paso entre las tinieblas que propagan los apocalípticos del tipo de Andrew Keen, gentes capaces de decir inmensas vaguedades como “E-books will make authors soulless, just like their product”, y que se dejan llevar de la funesta manía de mezclar la metafísica con el papel. Pero se hacen famosos, que, al parecer, es lo que cuenta.
[Publicado en www.adiosgutenberg.com]
Sistemas que no se hablan y libros que sí lo hacen
Si se escuchan las quejas de los jueces respecto a la situación de las oficinas judiciales, se oye muy comúnmente la queja de que sus ordenadores, por llamarles algo, no se hablan entre sí. Es corriente en España el cultivo de esta rara especie de sistemas cerrados, de manera que, al parecer, tampoco se hablan los sistemas públicos de las distintas Comunidades Autónomas, seguramente por aquello de la identidad y tal y cual. No cabe negar que sea una rara habilidad la que han mostrado las distintas autoridades que han consentido, o promovido, este aislacionismo tan distante del ideal.
Por contraste, las tecnologías disponibles nos ofrecen cada vez mayores posibilidades para que nuestros libros se hablen, para poder buscar de manera sistemática y casi en paralelo cosas en que coincidan u opiniones enfrentadas. Hace un par de días me contó un amigo, con toda sencillez, cómo había podido hacer un trabajo de historia relacionando cuestiones literarias con avances industriales por el simple procedimiento de buscar en las ediciones digitales de los autores que le interesaban un cierto número de palabras clave. La facilidad para encontrar textos, y las ideas que van con ellos, le servirá de poco al que no sepa todo lo que sabe mi amigo, pero, cuando se sabe, evita el tedioso trabajo de buscar en decenas de libros y en miles de páginas lo que ese rimero de papeles oculta. La búsqueda digital reduce las horas de trabajo rutinario y tedioso y nos deja más tiempo libre para lo que realmente importa, investigar y aprender.
Las pegas que supuestos expertos ponen a la lectura de textos digitales son, en la mayoría de los casos, un mero trasunto de intereses o una prueba de la incapacidad para adaptarse a nuevas formas de trabajar. La lectura es más fácil y más eficaz en los dispositivos digitales que en el viejo papel. Si se trata de investigar, no hay color, aunque eso suponga el esfuerzo de leer en una pantalla que es un tanto molesta para la vista, pero tampoco lo hay si se trata del ocio, de leer por puro placer, y se ha tomado la precaución de adquirir un lector de e-books, un aparato cuya pantalla usa la tecnología llamada de tinta de imprenta. Yo he leído así mis cincuenta últimas novelas, deliciosamente tumbado y con un aparato más ligero que la mayoría de los libros de papel, tan legible como cualquiera de ellos y que, además, siempre se encuentra en la página en la que he dejado la última lectura. ¿Problemas de compatibilidad, de formato, de escasez de oferta? ¡Venga ya! Nada de nada, pero del mismo modo que algunos se empeñan en que los jueces no puedan hablarse hay quienes creen que se les tendrá por más cultos si desdeñan las mejores y más fáciles formas de lectura.
[Publicado en otro blog]