Es distinto, o no

El supuesto caso del marido de Soraya, su contratación como asesor  de Telefónica, ha sorprendido al personal cuando aún no se han apagado los ecos del cabreo que produjo el intento de colocar al marido de la otra número dos como consejero en Red eléctrica, una empresa privada pero manejada por un ex-político y tutelada de algún modo por el gobierno. Ciertamente se trata de un episodio diferente, por muchas razones, pero no deja de ser sorprendente la escasa sensibilidad al efecto que puede producir la noticia, y la poca astucia, por no decir prudencia, en la presentación del asunto. Claro es que el marido de la Vice iba a dar que hablar en cualquier caso,  hiciere lo que hiciese, pero su paso a mejores comisiones podía haberse hecho de manera menos estruendosa, supongo. Si esto acaba por ser un síntoma de que el PP se siente tan fuerte que no va a andarse con miramientos, aviados estamos. Por si acaso, Camps ya avisa de que se siente más preparado que nunca para optar a lo que haga falta.
Cotorreo electrónico

El yerro de Cospedal

Me  alegra la celeridad con la que el PP, haya sido quién haya sido, ha dado marcha atrás a la torpeza de nombrar al esposo de su número dos como consejero de una empresa bajo control del Gobierno. Estoy seguro de que la presión contra la idea ha sido fuerte y decisiva, y me alegro de que los políticos conserven un adarme de buen sentido. Ya es bastante absurdo que la señora secretaria general sea, a la vez, presidenta de una región, un problema que Rajoy debería haberse evitado, pero  que se pudiera empezar a extender la sensación de que, en sus ratos libres, se dedica a promocionar  a sus familiares, ha sido la gota que colma un vaso ya torpemente repleto.
Los partidos son insensibles y propensos al autismo, pero todo tiene su límite.
Samsung en Sol

Los males de la patria

Vivimos tiempos en los que nos es inevitable pensar de manera doliente en el destino de nuestro país, en los males de la patria. Tras una larga etapa de progreso político y económico, tal vez más aparente que real, pero que, al fin y al cabo, ha supuesto un buen número de mejoras, una crisis económica, larga, profunda y pésimamente abordada por el gobierno de Zapatero, nos está haciendo cuestionar gran parte de los argumentos optimistas y orgullosos de hace menos de una década, del «España va bien», para resumirlo en un slogan.

Es lógico que, ante el brusco y desagradable despertar de un sueño que estaba siendo suavemente placentero, un buen número de españoles sienta la tentación de echar la culpa de todo a los políticos, cuya irresponsabilidad, por otra parte, sería necio negar. Pero ese recurso expiatorio nos hace olvidar algo decisivo, en lo que nunca se insistirá bastante, a saber, los males de nuestro sistema son un reflejo de nuestros vicios comunes, de lacras que lastran no solo la vida política sino todos los aspectos de nuestra convivencia y que, mientras no sean combatidos de manera eficaz por el conjunto de los españoles seguirán multiplicando nuestras dificultades, favoreciendo nuestra mala suerte. Somos un país viejo, hipócrita, envidioso, escasamente dispuesto a cambiar, en el que ha predominado una cultura barroca bastante incompatible con el cambio social; un país con el con una fortísima tendencia al disparate, a crearlos y a mantenerlos, porque, a base de viejos y escépticos, somos capaces de tolerarlos, y aún de corregirlos y aumentarlos. Esas características morales de la sociedad española se reflejan y amplifican con errores políticos, algunos de ellos muy persistentes y graves: la partitocracia, el cantonalismo, el nepotismo, la corrupción no son invenciones de los políticos sino la consecuencia en esa esfera de nuestros hábitos escasamente razonables.
La política democrática debiera haber podido ser una palanca de cambio social pero lo ha sido en una medida mucho más pequeña de lo posible por las resistencias sociales a la libertad, a la competitividad, al juego limpio, a los hábitos más sanos y abiertos que permiten las libertades.
Uno de los problemas que más nos afligen en la actualidad es el de la elefantiasis del sistema autonómico, el insoportable crecimiento de las burocracias, el peso creciente de los diversos poderes públicos. Parece haber una conciencia creciente de la necesidad de someter a revisión lo que hemos hecho en estos años al confundir una muy conveniente y razonable descentralización con la generalización de una fórmula cuasi federal que, necesaria en algunas regiones como Cataluña y el País Vasco, no ha servido para otra cosa que para promover las ambiciones alicortas e insolidarias, cantonalistas, de las clases políticas locales, esa clase de necedades a las que acaba de incorporarse el inefable Cascos descubriendo a redopelo que Asturias le necesita. Es un tema muy complejo que no pretendo despachar con cuatro verdades elementales, y sobre el que, además, no tengo más que verdades negativas sin que sepa a ciencia cierta cuál debiera ser la solución, aunque sí crea que debe salir de un debate civilizado, hondo y sincero sobre las deformidades disfuncionales absurdas e insoportables a las que hemos dado lugar. Recomiendo que se lea, sobre el particular, el extraordinario artículo de Enric Juliana que cuenta algunos de los hechos decisivos que condicionaron el nacimiento de nuestro estado de las autonomías y que deberían ser tenidos en cuenta a la hora de tomarse en serio una reforma a fondo del mismo, algo que habrá que hacer, y hacer bien, sin duda alguna.

Los amigos del ferrocarril somos gente rara

He leído en varios medios de la web que los mandamases del gobierno vasco han puesto de patitas en la calle a Juanjo Olaizola que era no solo el director sino el auténtico creador y alma mater, como se suele decir, del Museo Vasco del Ferrocarril. Yo, que no conozco personalmente a Olaizola, he puesto un emilio de protesta porque estoy convencido de que las protestas de mis hermanos, los aficionados al ferrocarril, son de buena ley, de modo que me habría unido, sin duda alguna, a la quedada que se organizó el miércoles en favor de su restitución en el cargo. Cuando aparece uno de esos raros ejemplares de enamorados del ferrocarril, y tiene la oportunidad de hacer algo por nuestro pasado ferroviario, enseguida surgen algunos listos que lo quieren quitar de en medio, porque, en España, desgraciadamente, los responsables de los ferrocarriles suelen sentir diversas especies de odio hacia los aficionados, seguramente porque éstos les hacen ver las tropelías ferroviarias e históricas que se cometen cada día con el dinero de todos. Es un drama que los gobiernos, y los partidos, se sientan señores de horca y cuchillo en todo lo que de alguna manera dependa de ellos. Olaizola es, sin duda alguna, el mejor en ese puesto, y quitarle de en medio es una cacicada que posiblemente surja de alguna desavenencia política, de algún amiguismo, o de la mera envidia. Tendríamos que acostumbrarnos a escoger a los mejores, como Olaizola, y abandonar la horrorosa y antiquísima costumbre de promocionar a los amigos, a los correligionarios. Así nos va. No lo sé, pero es posible que Olaizola no esté en la mejor sintonía posible con el nuevo gobierno vasco, aunque eso no debería de importar nada en un puesto como el del MVF; lo que importa es que Olaizola está en la mejor sintonía posible con sus obligaciones, con el ferrocarril y con su historia, pero es muy probable que todo eso les importe un cuerno a los satrapillas que quieren caciquear en el Museo.