¿Pacto de estado o elecciones anticipadas?

La gravedad de la crisis, económica e institucional, por la que atraviesa España hace que casi todo el mundo piense en alguna solución excepcional. Ello muestra la incapacidad del sistema para adaptarse a un entorno tan inhabitual como  crítico y que constituye una amenaza de consecuencias catastróficas. Parece como si la España democrática hubiese perdido el rumbo. No hay síntomas de que dispongamos de las energías políticas que permitieron una transición  excepcional, cuyos réditos han empezado a agotarse.  

En este contexto, se suscitan frecuentemente debates en torno a si, para remediar la cosa, sería preferible un pacto de estado o unas elecciones anticipadas. Se trata de una disyuntiva estéril, falsa  y viciada desde la raíz. No es evidente que unas elecciones anticipadas, que en ningún caso van a celebrarse, puesto que podrían perjudicar al único que puede convocarlas, fuesen a otorgarnos un panorama político sustancialmente distinto al que tenemos. Es obvio, por otra parte, que el Gobierno está cerrado en banda a cualquier cosa que no sea aguantar el chaparrón y confiar en la lealtad de los supuestamente suyos, abundantemente regada con dádivas insensatas. 

¿Qué está pasando entonces? Básicamente, que el sistema democrático precisa de algo más que unas instituciones jurídicas, y carecemos decisivamente de ese algo más. Si se me permite una metáfora orgánica, que siempre son peligrosas, el fallo de un subsistema se suele corregir potenciando un mecanismo sustitutorio, lo que siempre da lugar a una malformación que produce gran variedad de deficiencias funcionales. En nuestro caso, la malformación esta en el sistema de partidos cuya conformación  ha invertido completamente su función constitucional: en lugar de servir de cauces de representación, se han convertido en fortines feudales a cuyo alrededor se agrupan, alternativamente o a un tiempo y de forma transversal,  densos  conglomerados de intereses que los hacen todavía más inaccesibles y casi absolutamente insensibles a cualquier cosa que provenga del exterior. 

Ahora bien, lo decisivo es comprender que esa deformación no se debe, a mi entender,  a ninguna norma jurídica deficiente, sino a graves carencias en la cultura política de los españoles, al hecho de que en la mayoría de los casos, en la Universidad, en la empresa, en los clubes de fútbol, en la prensa, y, por supuesto, en el interior de los partidos, nuestro comportamiento es exactamente ese, una especie de caudillismo atemperado por la oligarquía. Creo, sinceramente, que es pedir peras al olmo esperar que los partidos se comporten de manera distinta a como nos comportamos la mayoría de los españoles; mientras no modifiquemos sustancialmente nuestra cultura política, nuestras instituciones, en las que ahora apenas tiene cabida una conducta competitiva, liberal y respetuosa de los derechos de los demás, que es lo que permite la fecundidad de la una democracia, no podrán gozar de los beneficios de la poliarquía, y la libre competencia será siempre una auténtica rareza. 

La consecuencia más importante de todo esto es que, en España,  el poder político  no está distribuido verticalmente (aunque horizontalmente sí, en esos monstruosos mini-estados en que han venido a dar las CCAA por las mismas razones), de manera que, ante cualquier situación realmente grave, como la presente,  la democracia no pasará de ser una piadosa ilusión enmascarada por un bipartidismo autocrático. Ante las crisis, los partidos no reaccionan como las personas normales suponen que reaccionarían ellas, sino defendiendo, en primer lugar el interés máximo de su subsistencia. Es, exactamente, lo que hace Zapatero: resistir, y que cada palo aguante su vela. Actuar en función de intereses generales puede convertirse en un atentado a ese patriotismo de partido que, hasta ahora, ha gozado de gran crédito entre los socialistas de todas las procedencias. 

Precisamente para poder actuar con más soltura a la defensa de los intereses creados, los partidos prefieren carecer, por completo, de oposición interna y, en consecuencia, no pueden ser democráticos que es lo que, ingenuamente, manda la Constitución.  No creo que haya que cansar a nadie enumerando las razones para un diagnóstico tan negativo; me conformaré con mencionar la pasión de las oligarquías partidarias por imponer a toda costa un candidato único  en cualquier clase de asamblea, o los poderosos reflejos corporativos para defender a gente realmente impresentable cuando ha alcanzado un estatus suficientemente alto en la organización, pese al clamor popular, ese último destello de decencia que le queda a mucha gente. 

¿Entonces, qué cabe hacer? Cada cual tendrá su responsabilidad, pero es evidente que una cultura democrática se forja ejercitándola. Hay que romper, a base de libertad, las ataduras que mutilan y esterilizan nuestra democracia. Luego, se podrán hacer reformas, pero lo decisivo es no quedarse quieto mientras nos golean.

[Publicado en El confidencial]

Un balance de nuestra democracia

Ya quedan lejos los tiempos en que muchos españoles eran invitados a cualquier parte para hablar de nuestra transición a la democracia; ahora, con más de treinta años a las espaldas, somos ya uno más en un club que tampoco crece tan deprisa como pudo parecer entonces. En pura lógica, sería tiempo de reflexión y, por qué negarlo, de reformas, pero aquí parece existir un miedo a plantear esta clase de asuntos. La clave puede estar en que los que se sienten legitimados, el Rey y los partidos, no parecen necesitar más, al menos de momento, y piensan que puede ser peor el “meneallo”.  

Es evidente, sin embargo, que la mayoría está descontenta con nuestras instituciones y con los hábitos que imperan en la vida pública.  La gente no considera a los políticos como individuos admirables que se ocupan de asuntos de los que nadie quiere ocuparse, sino que los ve, más bien, como personas que se aferran al cargo y se olvidan con facilidad de servir a quienes representan. Suponiendo que esto sea así, al menos en alguna medida, la pregunta que se ha de hacer es muy sencilla: ¿por qué consienten los electores que sus representantes los ignoren? ¿Por qué apenas se abren paso en política personas de las que nos podamos sentir justamente orgullosos? 

Me parece que el quid de esta situación es relativamente sencillo. Los partidos han conseguido consolidar su poder a través de unas redes clientelares (que, dicho sea de paso, favorecen enormemente la corrupción), y mediante un proceso de apropiación del electorado que se fomenta promoviendo una cultura dogmática y maniquea, que sirve para bloquear cualquier atisbo de divergencia y de renovación en ambos lados del espectro. Los partidos consideran, por tanto, que los electores son suyos, y una buena parte de esos electores se siente premiada por semejante distinción. El éxito de esa cultura política, una oposición visceral entre izquierdas y derechas,  ha traído consigo una práctica desertización de la opinión independiente, una contracción del debate público a términos vergonzosos y un empobrecimiento de la atmósfera de libertad y de pluralismo realmente asombrosa. 

Necesitamos gente capaz de cambiar el sentido de su voto, personas que sepan ser exigentes y no consientan a los partidos que pretendan atraparlos en la infame dialéctica de o conmigo, o contra mí, una degeneración absurda de la democracia. No puede ser que todo se reduzca a decir si algo es de derechas o de izquierdas sin pensar si es útil, razonable o necesario. Es lamentable que el plan hidrológico nacional, la reforma de la educación o la disminución de la burocracia, sean malas para muchos, simplemente, porque las ha propuesto la derecha, o que, por el contrario, las desaladoras o las relaciones con Marruecos o la lucha contra el cambio climático sean perversas para otros muchos, simplemente porque han sido promovidas por la izquierda. 

Necesitamos gente que se empeñe en ser independiente, en no dejarse reducir a la síntesis que conviene a las cúpulas de los partidos. En realidad, sin personas capaces de pensar por cuenta propia, ni la libertad ni la democracia tendrían el menor sentido. Solamente cuando los partidos se den cuenta de que necesitan ganar los votos a base de buenas razones, y no a base de repetir eslóganes, ataques rituales e insultos, se preocuparán de poder contar con los mejores y se abrirán a la sociedad. Sin independencia, los partidos creerán que somos sus rehenes, gente con la que cuentan para embestir o para aplaudir, pero para nada más. 

Produce verdadero asombro ver la clase de gentes que, en muchas ocasiones, promocionan los partidos. A veces, se tiene la sensación de que muchos de ellos apenas podrían ganarse la vida honradamente en otras partes, que nada tendrían que hacer en situaciones en que no bastase con repetir como papagayos las frases supuestamente ingeniosas que ha ideado la central de propaganda de su organización.  

Sin la presión de las personas de criterio  independiente, los partidos se pueden dedicar, exclusivamente, a llenar espacios con figurantes, con aplaudidores, a mostrar supuestos actos políticos en las televisiones, reuniones en los que los ciudadanos reales están ausentes porque han sido sustituidos por disciplinados y telegénicos militantes que, al  parecer, no tienen otra cosa que hacer que sonreír al líder de turno. 

La independencia es muy necesaria en las personas, pero su ausencia es letal en las instituciones. Apenas hay parlamentarios capaces de hacer un trabajo propio, entre otras cosas, porque se les impide votar lo que mejor les parece: su voto está siempre cautivo. De este modo, la democracia languidece, se reduce a una mera apariencia, a una retórica que sirve para justificar las acciones de los poderosos. El poder del pueblo se convierte en una caricatura cuando la gente abdica de su obligación de tener un criterio propio y de atenerse a él por encima de todo. Muchos pensarán, con razón, que una democracia así, es un fraude.

Lo mejor del año

En estas fechas que suelen andar escasas de noticias, los periodistas recurren a preguntar a toda clase de personajes sobre lo mejor y lo peor del año pasado. Hace poco, veía en la TV una de esas ruedas de opiniones que circulaba de manera bastante previsible cuando, de repente, escuche cómo una señorita diputada afirmaba, sin pestañear, que lo mejor de 2008 había sido la labor de su líder.  La verdad es que no sé la razón por la que me sorprendí, porque pocas cosas hay tan previsibles como la devoción de un diputado español a su jefe, pero como estaban recién publicadas varias encuestas diametralmente contrarias a la opinión de tal lumbrera, me pareció que el cuajo que exhibía para adular sin pudor, y sin sentido alguno, a la persona a la que se cree deber era notoriamente excesivo. No cabe imaginar que la insigne diputada hablase con sinceridad,  porque eso supondría un caso tan agudo de deficiencia mental que resulta muy improbable incluso en un sistema tan poco brillante como el español. La diputada mentía con desparpajo, convencida de que eso es parte importante de su trabajo: repetir consignas, dar por hecho que su partido es el mejor y su líder el no va más, aunque eso suponga despreciar el criterio y los sentimientos de la mayoría de los electores, de sus partidarios incluso, porque con demasiada frecuencia los dirigentes de los partidos actúan como si los españoles fuésemos tontos, lo que da bastante que pensar. Si se le hubiese preguntado cómo decía tamaña mentira, se refugiaría tras la afirmación arrogante de que las vacilaciones y las debilidades en la defensa de lo propio favorecen exclusivamente a los contrarios.

 ¿Cómo es posible que los partidos políticos consigan controlar el país a base de clonar a personas de características similares? La selección de los dirigentes es uno de los puntos más débiles de todo nuestro sistema. La dinámica interna de los partidos favorece la consolidación de un auténtico sindicato de mediocres  que compiten en imitar hasta los gestos externos de los líderes y contribuye a rodearlos de auténticas falanges de aduladores que, tarde o temprano, acaban por hundir al rodeado. Los efectos de este sistema se perciben mal desde fuera porque, al tratarse de un vicio fatalmente compartido, sus efectos no desequilibran la balanza electoral, únicamente desencantan cada vez más a quienes tienen derecho a espera que la democracia sea un sistema capaz de mejorarnos y no de avergonzarnos. 

El desprecio a la evidencia se ha convertido en una especie de habilidad en el mercado político español. La mentira acaba por ser insignificante cuando se supone que todos mienten, lo que hace que efectivamente pueda obtener éxito el más audaz de los cínicos,  aunque sea un auténtico embustero, un incompetente de tronío  y un verdadero necio.  La democracia española está gravemente amenazada por un anquilosamiento político fruto de la partitocracia y por vicios que, de no corregirse de inmediato,  pueden suponer su conversión, a un plazo no demasiado largo, en una auténtica caricatura. En nuestra democracia son demasiadas las cosas que empiezan a ser mentira, empezando por la inexistencia de un auténtico parlamento representativo de los ciudadanos, de sus opiniones, de sus intereses y de sus deseos. Aquí las elecciones se hacen de arriba abajo, nunca al revés: los electores se ven limitados a refrendar una lista que confecciona el líder del partido que, a su vez, elige normalmente, y por procedimientos aún más discutibles, a quienes le reelegirán internamente hasta que fallezca, se canse o sufra una derrota electoral cuando el personal piense que la cosa pasa ya de castaño oscuro (lo que en el caso de la izquierda suele requerir unos quince años).

El artículo 66 de la CE atribuye a las Cortes el control del gobierno: ¿alguien piensa que lo hacen? ¿Es imaginable en España que una comisión parlamentaria presidida por un miembro del partido en el gobierno elabore un dictamen que ponga en un grave aprieto al presidente? Eso es lo que acaba de hacer el senador Mc Cain, reciente candidato republicano, al elaborar un informe que coloca al presidente Bush ante una situación muy comprometida. Aquí, por el contrario, hemos acabado por no hacer comisiones de investigación porque siempre  se sabe de antemano lo que van a acabar concluyendo.

Buena parte de la responsabilidad de estas lacras vergonzosas pueden atribuirse al maniqueísmo de la política española, a la falta de confianza en un régimen de limpia y auténtica competencia.  Produce verdadera vergüenza que siga siendo verdad aquello que critica un personaje galdosiano: “No había en España voluntades más que para discutir, para levantar barreras de palabras entre los entendimientos, y recelos y celeras entre los corazones”. Necesitamos con urgencia que entre aire fresco en el sistema, que la democracia sirva apara algo más que para alabar al que triunfa y elogiar la belleza de su traje, aunque el rey esté desnudo.

[publicado en El Confidencial]