Categoría: partitocracia
Una crisis nacional
La nobleza de la política
Poder absoluto
En 1996, Clint Eastwood dirigió una de sus indiscutibles obras maestras, Poder absoluto, una historia protagonizada por un ciudadano escasamente ejemplar, una especie de ladrón honrado, que no se rinde ante el poder, pero sí cree en la democracia, un tipo raro, vamos. Resulta evidente la parábola política de Eastwood, un republicano en cualquiera de los sentidos del término, poco dado a la lisonja con los excesos de poder. En su película, Allen Richmond, el presidente americano, magistralmente interpretado por Gene Hackman, trata de librarse de las consecuencias de un crimen pasional haciendo uso de la protección excepcional que le confiere su cargo. Pero la presión conjunta de un policía honesto, y el ladrón que ha sido testigo oculto del delito, acaban por provocar el suicidio del presidente y la detención de quienes fueron más fieles al poder que a las leyes de la democracia. El espectador comprende que un ladrón resulta más decente que el político que miente y abusa de su poder, poniéndose por encima de la democracia y de la ley.
El arbitrismo y la política
Psicopatología de la política española
En mi cabeza se juntan dos noticias aparentemente ajenas, pero que componen una polifonía. La primera se refiere al revuelo por el libro sobre el Maquiavelo de León; la segunda tiene que ver con el accidente de tráfico del líder de las Nuevas Generaciones del PP, mientras conducía con algunas copas de más, y alguna precaución de menos.
La música de ambas noticias nos dice que los políticos españoles tienden de manera alarmantemente intensa al solipsismo, a olvidarse de que existe el mundo real, de que están al servicio de los ciudadanos, y a ocuparse obscenamente de ejercer con provecho el poder, poco o mucho, que tengan; tal vez no sea culpa suya en exclusiva, pero tampoco parecen hacer mucho por evitarlo.
El retrato de Zapatero que trasmite García Abad, nada sospechoso de inquina con la causa, es el de un líder encerrado con sus obsesiones, un personaje al que importan muy poco las opiniones ajenas, que cree que la realidad es solo un relato imperfecto, y que si las cosas no le salen como debieran es porque aquí todavía hay algunos que no se han enterado de lo mucho que manda.
Al lado del arco, la sonrojante conducta del líder popular nos ha dado la oportunidad de contemplar la solidaridad corporativa de los dirigentes del PP, su predisposición a aislarse de la opinión común, su diligencia para defender a cualquiera de los suyos, y su olvido de que debieran ser ejemplares, y desaparecer cuando no resulten serlo.
En ambos casos hay un factor común preocupante, la tendencia a reducir la política a un juego de poder en el que los que lo tienen, no están dispuestos a que nada les arruine el festín. España padece un fulanismo corporativo, una sumisión encubierta, una persecución de la libertad política en los partidos que se supone que la representan. Aquí, los partidos se mueven por el miedo al que manda y por la ciega y férrea solidaridad de quienes se sienten miembros de la nomenklatura. No debiéramos asombrarnos, porque así es la sociedad española, así son nuestras empresas, y así fue el franquismo, que se extinguió únicamente por razones biológicas. Otra cosa es que debiéramos procurar que las cosas no fuesen así, pero así somos.
Para nuestra desgracia tendemos a la monarquía con todas sus pompas y privilegios, con su corte, con sus negocios oscuros, su razón de estado, su modelo hereditario, y sus personajes milagreros, que ahora presumen de saber sociología, pero que no son menos siniestros que los clásicos conspiradores de alcoba. No debiera extrañarnos, pues, que el comportamiento de las élites políticas nos recuerde tantas veces a una corte de los milagros.
Se ha hecho muy común remitirse al remedio de la sociedad civil, como si la sociedad civil fuese ejemplarmente liberal, competitiva y limpia, como si los episodios más sucios y lamentables de nuestra historia reciente no hubiesen estado siempre trufados de personajes civiles, de millonarios de ocasión, que han merodeado y merodean, a oscuras, por los pasillos del poder, a ver cómo les arreglan lo suyo.
La democracia ha dejado de ser un factor de progreso y de maduración de la libertad en manos de los partidos. Los partidos generan unas minorías que cooptan un líder, y a partir de ahí todos quietos, que nadie se desmande: como rezaba una canción revolucionaria de mi juventud: “¡al que asome la cabeza, duro con él, Fidel”.
No va a ser tarea fácil solucionar nuestro fulanismo corporativo, pero debería ser la primera de las exigencias ciudadanas a nuestros representantes. Es desesperante ver cómo viejas glorias a las que se les suponía alguna dignidad, se arrastran ante el poderoso del momento, o como deben salir del partido los que quieran seguir pensando por cuenta propia.
Es reconfortante que se haya podido escribir el libro de García Abad, y sería muy interesante ver como los militantes del PP exigen la dimisión de quien no es capaz de llamar a un taxi la noche que ha bebido más de la cuenta, por muy amigo que sea de Cospedal, o del mero mero, como lo dicen en Méjico. Es en comportamientos como estos en los que podríamos fundar esperanzas, en conductas que traten de acabar con la fidelidad perruna y el pacto de sangre, con la omertá, en el seno de los partidos. Si no es así, ¿cómo podríamos esperar que se cambien las normas que pudieran mejorar las cosas?
Hasta ahora habíamos entendido que la democracia consistía en cambiar las instituciones, pero tras las décadas transcurridas, es hora de que nos demos cuenta de que cualquier política democrática resulta incompatible con un funcionamiento tan legendariamente autoritario como el de los partidos, el mal que da lugar a la entronización de personajes como Zapatero y las Cruellas de Ville que le rodean.
Hace falta que les saquemos los colores a los políticos, a los dictadorcillos, y a los infinitos pelotas que les rodean, pero eso solo se consigue siendo valientes porque, como sabía Pericles, el valor es el precio de la libertad.
Los partidos y la democracia
Si en lugar de ser un partido político, Unión Mallorquina fuese cualquier otro tipo de entidad, nadie dudaría, hoy por hoy, de la conveniencia de disolverla, dado el volumen de los delitos y escándalos de corrupción en que se ha visto envuelta. Pero es un partido, y eso tiene, entre nosotros, la etiqueta de intocable. Apreciamos la democracia por sus ideales, pero padecemos sus defectos. El abismo entre unos y otros se debe a los partidos, unas organizaciones opacas, y ajenas a cualquier clase de control.
Las carencias de los partidos no tienen arreglo legal, se trata de algo más grave y más profundo, de una serie de lacras de la cultura política dominante, que se nutre de una tradición autoritaria.
Más allá de las definiciones constitucionales, los partidos españoles son organizaciones dedicadas al reparto de poder e influencias que parecen funcionar, únicamente, cuando todos los miembros de un cierto nivel consolidan sus posiciones e intereses procurando que nada se mueva sin su control. En su vida interna no hay nada específico de las democracias. Son formaciones que priman la mansedumbre, la disciplina, el dogmatismo, la fidelidad, la rutina… podríamos seguir hasta cansarnos, de modo que llegan a subvertir, casi por completo, su función legítima. Los partidos están anulando las instituciones.
La democracia española, como si se sintiese maldecida por la voluntad de Franco, quiso evitar a todo trance lo que se llamó la “sopa de letras”, la infinidad incontrolable de organizaciones, y la ingobernabilidad… y apostó por el orden y la estabilidad. Al hacerlo no tuvo presente que existen otra clase de defectos, no menos graves, frente a los que nuestro sistema parece impotente.
Los partidos se sienten por encima del bien y del mal y, en consecuencia, han acrecentado su poder más allá de cualquier lógica. Las instituciones son un mero escenario en el que se representa el argumento que han decidido las respectivas cúpulas partidarias, de manera que, salvo para dar cargos, están de sobra. No habrá en ellas, por tanto, control del Gobierno sino, si acaso, confrontación entre dos líderes, cuando existan.
El poder judicial, las universidades, las cajas de ahorro, los medios de comunicación, y un sinfín de cosas más, están controladas por los partidos, sin que su presencia tenga el menor fundamento legal. Lo que ocurre es que los partidos se han convertido en complejísimas empresas de fingimiento, en organizaciones dedicadas a la simulación y a la mentira.
En lugar de servir a una sociedad democrática, los partidos se han apropiado de ella y, en consecuencia, la democracia no funciona ni siquiera medianamente bien. ¿Es normal, por ejemplo, que con la situación económica que padecemos, el Parlamento sea una balsa de aceite en la que los diputados proceden a adjudicarse privilegios sin el menor pudor? ¿Es normal que tengamos un gobierno tan insustancial y pusilánime? ¿Es admisible que la oposición no tenga otra preocupación que su ritual de aspavientos a la espera de las previsiones sucesorias?
Como subrayó Robert Dahl, la democracia consiste en poliarquía, y nuestros partidos son monárquicos, algunos, incluso, monarquías hereditarias en las que el líder saliente invista al entrante con su gracia para que nadie se inmute, y todo siga como es debido.
No hay nada en el ordenamiento jurídico que impida que los partidos sean lo que debieran ser, pero ni la participación ni las opiniones ajenas les suelen interesar nada a los que en ellos mandan; les basta con sus sondeadores, y con el ritual y la carnaza con electores cuya fidelidad perruna se fomenta con un maniqueísmo vomitivo.
No hablamos de teorías, es la realidad inmediata y dolorosa. Que ZP no tenga alternativa creciente en el seno de su partido puede llegar a ser un auténtico drama nacional, visto lo que está haciendo en el gobierno, y nuestra aceleración hacia el despeñadero. Que el PP siga siendo un partido sin sustancia ni atributos, oportunista y ausente ante la profundidad y el alcance de la crisis es, además de intolerable, realmente insólito. En Génova se afanan en urdir disculpas para posponer el Congreso del partido, porque temen que, dado el atronador descontento, ahora no se podría celebrar con papeletas en la boca, una decisión tan aberrante como justificar que un gobierno aplazase las elecciones previstas por temor a perderlas. Mal, pues, en el Gobierno sometido a una especie de autócrata, y en la oposición controlada por un quietista.
Una política sin aliento
Decía Ortega respecto de la universidad española de su tiempo que era un lugar de crimen permanente e impune. Me ha venido el recuerdo a la cabeza al pensar en cómo está el debate político entre nosotros; a mi modo de ver, peor, mucho peor que la universidad orteguiana, e incluso que la nuestra.
Es tremendo que una parte muy importante de los que emiten juicios en público, de los que se suponen que tienen alguna autoridad, hablen sin saber muy bien lo que dicen, a derecha y a izquierda. Nuestra clase política está enferma de rutina.
Tómese, como ejemplo, el análisis de las supuestas medidas para combatir la corrupción en las que anda enzarzado el PP. Es cómico, si no fuera realmente de llanto. Lo primero que tendría que hacer un partido que de verdad quisiera acabar con la corrupción es empezar consigo mismo, y dejarse de mirar a los demás. Son los propios partidos los que están corrompidos cuando, por ejemplo, sostienen alcaldes cuya política, y no me refiero a ningún municipio pequeño, nada tiene que ver con con lo que el PP debiera defender y representar; también se corrompen cuando se toman a broma el mandato de la democracia interna, o cuando se nutren de fondos que saben que no son legales ni decentes. ¿Para qué seguir? En política, la moral del éxito a cualquier precio es enteramente incompatible con la decencia, así que la corrupción es, de momento, un fruto sazonado del sistema.
La democracia española está en el peor momento de su corta y no muy gloriosa historia. España sufre una epidemia de mentira, de falsedad, de disimulo, de hipocresía y de fantasías estúpidas que no tiene parangón. Si esto no se arregla desde dentro, a no mucho tardar tendremos que lamentarlo. No basta con querer que ganen los nuestros para que las cosas mejoren; es mucho más necesario que los nuestros lo merezcan, y, de eso, muy pocos se acuerdan. Estamos en la hora de todos, y cada vez valen de menos las disculpas. Si ahora no sabemos responder con generosidad y arrojo, nuestros hijos y nietos escupirán con toda razón sobre nuestras tumbas.
El «fascismo» de los partidos
Estos días, a propósito de las pugnas en el seno del PP, se han repetido las voces que llaman, siempre desde arriba, a posponer los intereses personales en beneficio del interés (¿supremo?) del partido. Creo que se trata de un consejo que oculta gravísimos errores, pese su apariencia sensata, y sin discutir su conveniencia en determinados casos, no sé si en éste.
Empieza a ser una evidencia que la democracia española está aquejada de un cáncer bastante grave, de una dolencia que algunos autores, más o menos confesadamente autoritarios, consideran enteramente incurable, a saber: la partitocracia ilimitada.
Los males españoles son bien conocidos: extralimitación del poder de los aparatos del partido, extrema politización del conjunto de la vida civil y, en especial, de los medios de comunicación, prohibición y caricaturización, en la práctica, de cualquier debate público, demonización de la disidencia, corrupción generalizada, etc. Las consecuencias más graves de ello son la paralización de la dinámica política, la neutralización total del parlamento, el apartamiento de la política de personas que pudieran ser realmente valiosas, la promoción, ajena a cualquier mérito y a toda suerte de competencia, de Bibianas y Pajines, y un largo etcétera que está en la mente de todos. En España, me gusta repetir, Obama no habría llegado ni a concejal.
Se trata de males que no tienen fácil arreglo, pero que, en todo caso, no se van a resolver fomentando un todavía más alto sometimiento de todos a los caprichos de los de arriba. Las cúpulas de los partidos tendrían que acostumbrarse a que su poder no fuese ilimitado, a que para ellos también existan el derecho y las formas. El PP, en particular, está dando estos días ejemplos realmente aparatosos de lo poco que parecen importar a sus dirigentes, a esos que claman por la sumisión de los demás, las formas, los reglamentos, la ley en general.
Seguramente ocurra que los problemas del PP vengan de su escaso hábito de debate interno, de una espantosa tradición hereditaria que ya va siendo hora de jubilar, de su concepción casi religiosa del liderazgo indiscutible que, como se ve, se lleva mal en los tiempos que corren, cuando los aciertos no acompañan. Al parecer, el presidente del partido se propone dar un golpe de autoridad; sin duda está mal aconsejado, tal vez porque le ciegan los aplausos de la gente a la que paga: en el PP no falta autoridad, sino otras cosas, pero es un sino de los autoritarios el considerar que esa sola clave sea capaz de mover el mundo. Ya verán que no, porque siempre que se actúa como si el fin justificase los medios, esos medios ilegítimos, contradictorios y cínicos, acaban por arruinar cualquier atractivo del fin.
Una mala noticia, para UPyD y para todos
Una de las pocas cosas claramente interesantes de la política española desde el triunfo de Zapatero ha sido la aparición de UPyD con una imagen de frescura y ganas de romper el cerco político dignas de todo encomio. Sin embargo, todo lo que ha ocurrido en torno al abandono o la expulsión de Mikel Buesa, nunca se sabe del todo la verdad de estos casos cuando se es mero espectador, me pareció realmente penoso y me recordó las peores imágenes del estúpido partidismo que se ha instalado en España, una partitocracia desvergonzada que nos coloca en una especie de caudillismo compartido, cuyas ventajas son muy discutibles, y que guarda una relación muy escasa con lo que debiera ser una democracia abierta y madura.
Ahora mismo, una pre-noticia, uno de esos rumores que saltan a la prensa, imagino que para ver qué pasa, me ha dejado todavía más preocupado. Parece ser que UPyD (¿quién será el remitente?) piensa proponer como candidato a la alcaldía de Huelva a un famoso padre de niña víctima. No tengo nada contra ese señor cuya labia admiro como el que más, y cuyo inmenso dolor respeto y trato de compartir, pero me parece un signo de oportunismo y demagogia que cualquier partido trate de apuntarse sus innegables éxitos mediáticos. Creo que es un desastre que los partidos no estén siendo lo que la teoría dice que debieran ser: cauces de participación que permitan que afloren líderes valiosos, políticos de verdad y no esa especie de cromos repetidos de la geta del jefe que se acostumbra a promocionar en hábil connivencia con famosos de paso; me parece penoso que los partidos se puedan convertir en filiales de los canales de audiencia abundante entre gentes que solo se interesan por el morbo y el cotilleo. El PP ha recurrido varias veces a este estúpido expediente de la notoriedad, por ejemplo, cuando tuvo la genial idea de presentar al hijo de Adolfo Suárez, un personaje cuyos méritos se reducían estentóreamente a ser hijo-de, como candidato a la presidencia de Castilla la Mancha; naturalmente, Bono se lo merendó sin pestañear.
La política española debe mucho a esos militantes modestos y anónimos que de verdad creen en lo que creen y cuyo único error es aguantar con excesiva paciencia las estúpidas genialidades y caprichos de sus jefes. Si alguna vez pudiese mejorar esta atmósfera corrupta y neciamente partisana que preside la política española, será gracias a esos soldados cansados que soportan estoicamente el peso muerto que llevan encima. En fin, que eso pueda pasar ya en UPyD es realmente descorazonador.