Los partidos no son lo que debieran

Una de las cosas que está fallando de manera más estrepitosa en la democracia española son los partidos políticos. Ni sirven para lo que se supone debieran servir, la Constitución les asigna misiones que o ignoran o incumplen, ni sirven a España, ni, en realidad, sirven para cosa distinta que para entronizar pequeñas dictaduras, con tendencia a ser hereditarias, en las que nadie pueda pensar ni decidir al margen de lo que diga el líder de turno.
El mejor ejemplo de todo esto es la situación en la que actualmente se encuentra el PSOE, incapaz de decirle a su líder que se retire porque hace falta hacer otra política, una política que Zapatero no puede encarnar de ningún modo. Muchos dirán que el inmovilismo y el aferrarse al líder es la mejor garantía para sobrevivir que el partido tiene como tal, pero esto es falso de toda evidencia. El PSOE va a pagar muy caro los errores de Zapatero, pero podría salvar muy buena parte de los muebles si le señalase inequívocamente el camino de la dimisión, no para convocar elecciones, sino, simplemente, para dejar paso a otro capaz de hacer lo que el mundo entero nos exige, y lo que nuestro bien común demanda.
Sería milagroso que pasase algo como lo que acabo de decir, pero solo lo consideramos milagroso porque nos hemos acostumbrado al fatalismo dictatorial, a soportar con paciencia sobrenatural, los males que nos infligen los que mandan, ignorando que la esencia de la democracia es la destituibilidad pacífica del que lo hace mal, es decir, que carecemos casi completamente de democracia.
Es muy importante que cunda la conciencia de que hay que acabar con el cesarismo, con la dictadura de unos pocos, pero para nuestra desgracia, a veces parece como si los españoles lleváramos en la sangre ese sometimiento humillante, ese servilismo impotente hacia quienes nos desprecian con sus acciones y su idiotez empavonada de absurdas razones.

Una crisis nacional

El atosigante agosto que acabamos de comenzar puede que nos haga olvidar un tanto la crisis política, territorial y económica que padecemos, por no hablar más que de lo obvio. Pero la realidad suele vengarse de los veranos, de manera que bien haríamos con dedicar algún esfuerzo a comprender qué es lo que nos ocurre, de modo que cada cual saque su tanto de responsabilidad
Lo que nos ha pasado es que se ha roto estrepitosamente una doble tendencia sostenida al crecimiento económico y la normalización política. Las legislaturas de Zapatero han mostrado las debilidades de dos modelos básicos implicados, de uno u otro modo, en el pacto de la Constitución, en el programa largo de la transición. No conviene confundir este hecho, que puede ser considerado como una coincidencia, con los errores específicos de Zapatero, que son otra cosa.
Aunque no sea lo primero que se ha roto, empezaremos por constatar que, como era perfectamente previsible, aunque no se supiera exactamente el cuándo, se quebró el espectacular ritmo de crecimiento de la economía que se había consolidado en España tras los años de gobierno de Aznar. El gravísimo error de Zapatero ha sido ignorar la norma de prudencia elemental que dice que se ha de parar el coche antes del precipicio, tratando de convencernos de que precipitarnos por él iba a ser imposible, y, por supuesto, sin atreverse a hacer nada que evitase el castañazo. En consecuencia, nos encontramos en una situación desastrosa, aunque con el alivio relativo de que, al no tener moneda propia, nos obligan a desistir de la carrera de absurdos en que se había convertido la política económica de Zapatero; pero el daño ha sido gravísimo, y la recuperación va a ser, probablemente, muy lenta y problemática.
Este desastre económico se ha dibujado sobre un panorama político no menos catastrófico. Aunque duela hablar de ello, la política española ha dejado de ser mínimamente normal, al menos, desde el atentado terrorista del 11 de marzo de 2004. Ese crimen siniestro y brutal ha tenido consecuencias mucho más hondas de lo que se ve a primera vista. Al igual que los errores de Zapatero sobre la crisis económica, el atentado ha sido un hecho externo que vino a agravar decisivamente la crisis política previamente existente, la escisión radical de la derecha y la izquierda, incapaces de pensar conjuntamente un programa, y de respetar unas reglas del juego que consolidasen una democracia liberal, madura y eficiente. Esta impotencia es fruto, sobre todo, de la consternación de la izquierda ante una doble victoria de la derecha, y su ineptitud para imaginar una fórmula de victoria sobre el PP que no pusiese en riesgo el equilibrio territorial. El giro de Zapatero hacia los nacionalismos fue, pues, una consecuencia indeseada de la mayoría absoluta del PP en el año 2000, uno de sus ingeniosos gambitos electorales, que se ha mostrado desastroso a largo plazo.
El cerrado bipartidismo de que es víctima la política española tiene raíces hondas y complejas, pero se convierte con facilidad, como ahora sucede, en una trampa; en consecuencia, los ciudadanos se sienten cada vez más lejos de los políticos, y las heridas que estos han envenenado, como el Estatuto de Cataluña, amenazan con convertirse en un cáncer mortal, mientras los españoles asisten estupefactos a la torpísima representación de un drama absurdo e innecesariamente exagerado.
Los ciudadanos tienen la sensación, que esperemos pueda ser desmentida, de que en uno de los peores momentos de su historia están en la peores manos posibles. No es sólo que se haya de repetir el manca finessa de Andreotti; falta algo más que finura porque es evidente que crujen las cuadernas del barco en momentos de tormenta perfecta y que, por tanto, habría que pararse a pensar sin limitarse a repetir las viejas consignas. Por poner un par de ejemplos, las tediosas y estériles negociaciones de patronal y sindicatos han sido muestra de un agotamiento irremediable del modelo de concertación que hemos heredado del franquismo, un modelo en que es perfectamente posible que nadie represente a nadie, porque todos están ajenos a lo que realmente ha pasado en la economía de las empresas, sobre todo pequeñas, y de lo que continúa ocurriendo en la calle. Un segundo ejemplo: que este año se hayan incorporado, como sin querer, más de 200.000 personas a la función pública es otra prueba de que los políticos se resisten a hablar de los problemas reales, de que han quedado presos de una retórica vacía y envejecida.
Es evidente que hacen falta políticos que de verdad piensen algo y quieran algo, y que sean capaces de arriesgarse por ello. El modelo de turnismo, que además arroja una ventaja de casi 2 a 1 para las victorias de la izquierda, ya no es suficiente; hace falta que los partidos se transformen en lo que debieran ser, y solo la presión ciudadana podrá lograrlo: puede parecer difícil, pero no es imposible, y resulta necesario.
[Publicado en El Confidencial]

La nobleza de la política

Siempre he estado de acuerdo con Edmund Burke al pensar que la política es el más noble de los oficios humanos. Es obvio de que, como siempre que se habla de virtudes, hablamos de una posibilidad, de un óptimo que puede darse o no. De hecho, la imagen que tenemos habitualmente de la política se aparta bastante de la idealización y nos recuerda, con frecuencia, a un lodazal, pero la democracia se defiende, entre otras cosas, proclamando la nobleza esencial e ideal de las funciones políticas.
He pensado mucho en este tema mientras veía, y me sumaba, las muestras de alborozo de tantísima gente por un triunfo deportivo tan resonante como el del Mundial de fútbol en Sudáfrica. ¿Cómo es posible que tantas personas capaces de llorar de emoción ante un ejemplo de abnegación, de calidad, de compañerismo, de alegría, de unidad, y de mil cosas más, como el que ha dado el equipo de España, no sepan premiar con su elección a los políticos mejores y más nobles? Creo que la respuesta hay que buscarla en los reglamentos, en la letra pequeña, en la parcialidad de los árbitros.
Nuestra democracia es aún muy joven y ha desarrollado un sistema de representación y de partidos que constituye una caricatura de la democracia; nuestros políticos, en lugar de jugar un fútbol alegre, con clase y camaradería, se dedican a echar balones fuera y a buscar la tibia del contrario. Esto tendría que cambiar, pero requerirá probablemente tanta paciencia como la que hemos tenido los aficionados con la selección a lo largo de años escasamente brillantes, apenas épicos. La fuerza que ha de cambiarlo es el pueblo, empujando con sus críticas, participando más en los partidos, siendo más exigente con las cosas que los políticos nos dicen y con las que nos ocultan. Es una batalla larga, pero, al final, venceremos. No hay que olvidar nunca que los problemas de la democracia se curan con más democracia: en eso se parece también al fútbol.
Como decía Burke, “El pueblo no renuncia nunca a sus libertades sino bajo el engaño de una ilusión”, de manera que los ideales de la democracia se fundan mejor tras el desengaño, y eso lleva su tiempo, igual que conseguir la preciada Copa que muchos creyeron fuese imposible.

Poder absoluto

En 1996, Clint Eastwood dirigió una de sus indiscutibles obras maestras, Poder absoluto, una historia protagonizada por un ciudadano escasamente ejemplar, una especie de ladrón honrado, que no se rinde ante el poder, pero sí cree en la democracia, un tipo raro, vamos. Resulta evidente la parábola política de Eastwood, un republicano en cualquiera de los sentidos del término, poco dado a la lisonja con los excesos de poder. En su película, Allen Richmond, el presidente americano, magistralmente interpretado por Gene Hackman, trata de librarse de las consecuencias de un crimen pasional haciendo uso de la protección excepcional que le confiere su cargo. Pero la presión conjunta de un policía honesto, y el ladrón que ha sido testigo oculto del delito, acaban por provocar el suicidio del presidente y la detención de quienes fueron más fieles al poder que a las leyes de la democracia. El espectador comprende que un ladrón resulta más decente que el político que miente y abusa de su poder, poniéndose por encima de la democracia y de la ley.

Nuestra cultura política no ha sido proclive a las cautelas para combatir las patologías típicas del poder. Aquí las leyes prevén la excepción para el que está arriba, el aforamiento, la inimputabilidad incluso. La tradición anglosajona, en la que alguna vez se cortó la cabeza a un rey rebelde, es mucho más cuidadosa, y parte de que una de las cosas que hay que prevenir es la desviación y el abuso de poder, porque el poder corrompe siempre, y el poder absoluto corrompe absolutamente, como decía Lord Acton.
Nuestro risueño presidente no cree que sul poder deba reconocer límites. Quizá sea esa una de las pocas características que comparte con algunos de los socialistas más veteranos, la convicción de que la legitimidad de los electos, siempre que sean de izquierdas, no consiente límite alguno. Por eso recurre con facilidad a medidas que ponen en riesgo la estabilidad del sistema, con tal de que lo consoliden a él. Zapatero cree que, así como el Rey Sol pudo decir aquello de “L’Etat c’est moi”, él puede actuar como si lo que le conviene, fuese bueno para todos.
Una de las formas de corromper la democracia es la provocación del exceso. Eso es lo que Zapatero ha hecho casi sistemáticamente desde que llegó al gobierno; su menosprecio absoluto por la tradición liberal, por el respeto al buen sentido, le han permitido decisiones que nadie con buen discernimiento hubiera tomado, al menos de esa manera. Su sentada ante la bandera americana, y su retirada desleal de las tropas en Irak, no se han curado con oraciones hipócritas a la vera de Obama. Su apuesta insensata por un nuevo Estatuto catalán que solo servía, en realidad, para sentarse más cómodamente en la Moncloa, le ha dado incontables disgustos, menos en cualquier caso que al conjunto de los españoles. El 6 a 4 del Tribunal Constitucional, por provisional que sea, ha debido de sentarle, por cierto, como un rejón ardiente, y ha servido para mostrar que quedan en algunos sectores de la izquierda las dosis de racionalidad y patriotismo necesarias para que pueda resurgir tras las ruinas irrecuperables que dejará Zapatero.
Tal vez sea su conducta ante la crisis económica lo que mejor muestra su convicción de que el poder es absoluto, o no es nada. Por increíble que resulte, ha actuado siempre como si la crisis no tuviese nada que ver con la acción del gobierno, como si bastaran unas consignas suavemente bobas para que el país se recuperare; cuando ha visto que eso no ocurre, y que su cotización electoral está severamente en riesgo, ha hecho lo que hacen todos los iluminados: huir hacia adelante, tratar de poner al país en píe ante las amenazas de la derecha, ante la vuelta de Falange, ante la resurrección de Franco.
No se trata ya de un prurito izquierdista y radical; se trata de una voluntad decidida de reescribir la historia, de ganar la guerra que se perdió, de borrar las huellas morales de la transición, de romper los falsos consensos en que, a su juicio, se ha fundado nuestra democracia, un sistema falseado en que, ¡por dos veces!, ha podido ganar la derecha. De momento parece guardar alguna de las formas más elementales, pero veremos a dónde llega si las encuestas, y la tozuda realidad, le siguen siendo adversas. No me cabe duda de que de poder actuar como la Reina roja ya habría cortado algunas cabezas, y que de su fecunda imaginación surgirán algunas leyes de excepción, si el caso lo requiere, que se aprobarán mansamente por los diputados que apacienta, y por las minorías que han hecho de la carroña política una de las bellas artes.
Con las dificultades y matices del caso, una minoría valiente de jueces ha podido librarnos de un dictamen melifluo y favorable a la mayor serie de disparates que haya aprobado nunca un parlamento español. Con ser ejemplar esa conducta, no es suficiente. Muchos son los que tendrán que hacer algo más para acabar con esta quimera de poder absoluto.

El arbitrismo y la política

El DRAE ofrece una definición excelente del arbitrista: “Persona que inventa planes o proyectos disparatados para aliviar la Hacienda pública o remediar males políticos”. ¿Les suena? Una de las primeras críticas al arbitrismo se encuentra en la literatura política de Quevedo, en su burla de los «locos repúblicos y razonadores» que, ante un panorama desastroso pergeñaban remedios sencillos e infalibles, pero perfectamente inanes.
El arbitrismo común es una mezcla indiscernible de bondad e ignorancia, un intento, meramente verbal, de acabar por las bravas con las cosas que van mal; si no llega a plaga, es un mal de naturaleza relativamente benigna, cuyo mejor diagnóstico está en la definición de Mencken: “Hay una solución fácil para todo problema humano: clara, plausible y equivocada”.
Lo peculiar es que ahora el arbitrismo se ha instalado en el Gobierno lo que no hace sino potenciar el más negro de los pesimismos. La gente sabe bien que los ciudadanos se pueden permitir las salidas de pata de banco, porque todo queda en un desfogue sin consecuencias, pero siente la tenaza del terror en torno a su cuello cuando ve que el gobierno desvaría, que sigue diciendo bobadas y esperando a que otros nos saquen del bache en que él nos ha metido.
Zapatero ha gobernado este país durante seis largos años con el manual del arbitrista creativo en la mano, lo que le ha llevado a actuar, como si su palabra fuese milagrosa. ZP no ha dejado nunca que los expertos le expliquen nada, de modo que siempre ha estado listo para decir cualquier cosa, para negar la crisis, o para afirmar que ya está acabando cuando apenas ha empezado. Mientras duró la cara amable de la economía, el arbitrismo de ZP podía ser visto como algo relativamente tolerable. Daba lo mismo que el gobierno perdiera el culo gallardamente saliendo de Irak (intentaron darle medallas, imagino que pensionadas, al ministro-jefe de la operación), o que se propusiera una célebre alianza de confusiones. Todo iría bien mientras la fiesta continuase. Y así cayeron sobre nosotros los tripartitos, los procesos de paz, una serie de maravillosas leyes sin fondos, el bachillerato sin exámenes, una política exterior surrealista, las subvenciones hasta para pedirlas… y la paz sindical.
Dada la situación en que nos encontramos no debiéramos extrañarnos de que, con el ejemplo risueño del presidente, el arbitrismo de los españoles esté alcanzando cotas memorables. Tanto quienes le votan como quienes le detestan han sido envenenados por la flojera mental de nuestro líder.
A una porción cada vez más alta de españoles les aburre la política y están empezando a no esperar nada de ella, pero no se dan cuenta de que esa actitud es la que proporciona un fundamento muy sólido al comportamiento rácano de los políticos, a que se dediquen a ver cuándo pasa el cadáver del enemigo, mientras la gente lo pasa realmente mal. Esto nos ocurre por haber empezado la casa por el tejado, por haber aplaudido con exceso a una democracia con serias limitaciones, por tolerar un partitocracia descarada y abusiva. Hay que volver a empezar, desde abajo, sabiendo qué queremos defender y qué combatimos, pero no hay otro remedio que hacerlo a través de los cauces actuales, por atascados y estrechos que sean. Hay que romper con la tendencia a degenerar que se apodera de nuestras instituciones, y hay que hacerlo presionando a los partidos, desde dentro y desde fuera, y creando un nuevo tejido ciudadano y político capaz de romper con la política ritualizada y sin nervio que se lleva en España.
Tenemos por delante dos caminos; el uno lleva a la continuidad, a cohonestar el paquete de desastres que se han hecho contra la libertad y el buen sentido; el otro es más exigente porque supone que los ciudadanos se movilicen, que aprendan a defenderse, que no se conformen con aplaudir, y no den su voto de manera rutinaria siempre a los mismos. Hay que aprender a castigar en las urnas para que los políticos, que no son tontos, caigan en la cuenta de que sus poltronas están en riesgo, y que pretendemos obligarles a ganarse el sueldo.
Se trata, pues, de hacer política, de trabajar desde donde se está por un país más decente, más libre y más eficiente. Los aparatos de los partidos no tienen la exclusiva de la política y, además, son miedosos, temen que se acabe el chollo, pero los ciudadanos no tenemos nada que perder. Solo desde abajo, con el empeño de quienes no quieran consentir los abusos, se podrán hacer de verdad las graves reformas que el país necesita, y que los políticos tratan de evitar.
No conviene olvidar que la política es siempre un reflejo de la sociedad y que, cuando no nos guste lo que vemos, no hay que romper el espejo, sino tratar de arreglar la realidad que refleja. Ahora estamos en un período de calma chicha, pero lo que no se haga ahora no servirá luego, cuando las urnas recuperen todo el espacio y otra vez haya que votar con la nariz tapada.

Psicopatología de la política española

En mi cabeza se juntan dos noticias aparentemente ajenas, pero que componen una polifonía. La primera se refiere al revuelo por el libro sobre el Maquiavelo de León; la segunda tiene que ver con el accidente de tráfico del líder de las Nuevas Generaciones del PP, mientras conducía con algunas copas de más, y alguna precaución de menos.

La música de ambas noticias nos dice que los políticos españoles tienden de manera alarmantemente intensa al solipsismo, a olvidarse de que existe el mundo real, de que están al servicio de los ciudadanos, y a ocuparse obscenamente de ejercer con provecho el poder, poco o mucho, que tengan; tal vez no sea culpa suya en exclusiva, pero tampoco parecen hacer mucho por evitarlo.

El retrato de Zapatero que trasmite García Abad, nada sospechoso de inquina con la causa, es el de un líder encerrado con sus obsesiones, un personaje al que importan muy poco las opiniones ajenas, que cree que la realidad es solo un relato imperfecto, y que si las cosas no le salen como debieran es porque aquí todavía hay algunos que no se han enterado de lo mucho que manda.

Al lado del arco, la sonrojante conducta del líder popular nos ha dado la oportunidad de contemplar la solidaridad corporativa de los dirigentes del PP, su predisposición a aislarse de la opinión común, su diligencia para defender a cualquiera de los suyos, y su olvido de que debieran ser ejemplares, y desaparecer cuando no resulten serlo.

En ambos casos hay un factor común preocupante, la tendencia a reducir la política a un juego de poder en el que los que lo tienen, no están dispuestos a que nada les arruine el festín. España padece un fulanismo corporativo, una sumisión encubierta, una persecución de la libertad política en los partidos que se supone que la representan. Aquí, los partidos se mueven por el miedo al que manda y por la ciega y férrea solidaridad de quienes se sienten miembros de la nomenklatura. No debiéramos asombrarnos, porque así es la sociedad española, así son nuestras empresas, y así fue el franquismo, que se extinguió únicamente por razones biológicas. Otra cosa es que debiéramos procurar que las cosas no fuesen así, pero así somos.

Para nuestra desgracia tendemos a la monarquía con todas sus pompas y privilegios, con su corte, con sus negocios oscuros, su razón de estado, su modelo hereditario, y sus personajes milagreros, que ahora presumen de saber sociología, pero que no son menos siniestros que los clásicos conspiradores de alcoba. No debiera extrañarnos, pues, que el comportamiento de las élites políticas nos recuerde tantas veces a una corte de los milagros.

Se ha hecho muy común remitirse al remedio de la sociedad civil, como si la sociedad civil fuese ejemplarmente liberal, competitiva y limpia, como si los episodios más sucios y lamentables de nuestra historia reciente no hubiesen estado siempre trufados de personajes civiles, de millonarios de ocasión, que han merodeado y merodean, a oscuras, por los pasillos del poder, a ver cómo les arreglan lo suyo.

La democracia ha dejado de ser un factor de progreso y de maduración de la libertad en manos de los partidos. Los partidos generan unas minorías que cooptan un líder, y a partir de ahí todos quietos, que nadie se desmande: como rezaba una canción revolucionaria de mi juventud: “¡al que asome la cabeza, duro con él, Fidel”.

No va a ser tarea fácil solucionar nuestro fulanismo corporativo, pero debería ser la primera de las exigencias ciudadanas a nuestros representantes. Es desesperante ver cómo viejas glorias a las que se les suponía alguna dignidad, se arrastran ante el poderoso del momento, o como deben salir del partido los que quieran seguir pensando por cuenta propia.

Es reconfortante que se haya podido escribir el libro de García Abad, y sería muy interesante ver como los militantes del PP exigen la dimisión de quien no es capaz de llamar a un taxi la noche que ha bebido más de la cuenta, por muy amigo que sea de Cospedal, o del mero mero, como lo dicen en Méjico. Es en comportamientos como estos en los que podríamos fundar esperanzas, en conductas que traten de acabar con la fidelidad perruna y el pacto de sangre, con la omertá, en el seno de los partidos. Si no es así, ¿cómo podríamos esperar que se cambien las normas que pudieran mejorar las cosas?

Hasta ahora habíamos entendido que la democracia consistía en cambiar las instituciones, pero tras las décadas transcurridas, es hora de que nos demos cuenta de que cualquier política democrática resulta incompatible con un funcionamiento tan legendariamente autoritario como el de los partidos, el mal que da lugar a la entronización de personajes como Zapatero y las Cruellas de Ville que le rodean.

Hace falta que les saquemos los colores a los políticos, a los dictadorcillos, y a los infinitos pelotas que les rodean, pero eso solo se consigue siendo valientes porque, como sabía Pericles, el valor es el precio de la libertad.

Los partidos y la democracia

Si en lugar de ser un partido político, Unión Mallorquina fuese cualquier otro tipo de entidad, nadie dudaría, hoy por hoy, de la conveniencia de disolverla, dado el volumen de los delitos y escándalos de corrupción en que se ha visto envuelta. Pero es un partido, y eso tiene, entre nosotros, la etiqueta de intocable. Apreciamos la democracia por sus ideales, pero padecemos sus defectos. El abismo entre unos y otros se debe a los partidos, unas organizaciones opacas, y ajenas a cualquier clase de control.

Las carencias de los partidos no tienen arreglo legal, se trata de algo más grave y más profundo, de una serie de lacras de la cultura política dominante, que se nutre de una tradición autoritaria.

Más allá de las definiciones constitucionales, los partidos españoles son organizaciones dedicadas al reparto de poder e influencias que parecen funcionar, únicamente, cuando todos los miembros de un cierto nivel consolidan sus posiciones e intereses procurando que nada se mueva sin su control. En su vida interna no hay nada específico de las democracias. Son formaciones que priman la mansedumbre, la disciplina, el dogmatismo, la fidelidad, la rutina… podríamos seguir hasta cansarnos, de modo que llegan a subvertir, casi por completo, su función legítima. Los partidos están anulando las instituciones.

La democracia española, como si se sintiese maldecida por la voluntad de Franco, quiso evitar a todo trance lo que se llamó la “sopa de letras”, la infinidad incontrolable de organizaciones, y la ingobernabilidad… y apostó por el orden y la estabilidad. Al hacerlo no tuvo presente que existen otra clase de defectos, no menos graves, frente a los que nuestro sistema parece impotente.

Los partidos se sienten por encima del bien y del mal y, en consecuencia, han acrecentado su poder más allá de cualquier lógica. Las instituciones son un mero escenario en el que se representa el argumento que han decidido las respectivas cúpulas partidarias, de manera que, salvo para dar cargos, están de sobra. No habrá en ellas, por tanto, control del Gobierno sino, si acaso, confrontación entre dos líderes, cuando existan.

El poder judicial, las universidades, las cajas de ahorro, los medios de comunicación, y un sinfín de cosas más, están controladas por los partidos, sin que su presencia tenga el menor fundamento legal. Lo que ocurre es que los partidos se han convertido en complejísimas empresas de fingimiento, en organizaciones dedicadas a la simulación y a la mentira.

En lugar de servir a una sociedad democrática, los partidos se han apropiado de ella y, en consecuencia, la democracia no funciona ni siquiera medianamente bien. ¿Es normal, por ejemplo, que con la situación económica que padecemos, el Parlamento sea una balsa de aceite en la que los diputados proceden a adjudicarse privilegios sin el menor pudor? ¿Es normal que tengamos un gobierno tan insustancial y pusilánime? ¿Es admisible que la oposición no tenga otra preocupación que su ritual de aspavientos a la espera de las previsiones sucesorias?

Como subrayó Robert Dahl, la democracia consiste en poliarquía, y nuestros partidos son monárquicos, algunos, incluso, monarquías hereditarias en las que el líder saliente invista al entrante con su gracia para que nadie se inmute, y todo siga como es debido.

No hay nada en el ordenamiento jurídico que impida que los partidos sean lo que debieran ser, pero ni la participación ni las opiniones ajenas les suelen interesar nada a los que en ellos mandan; les basta con sus sondeadores, y con el ritual y la carnaza con electores cuya fidelidad perruna se fomenta con un maniqueísmo vomitivo.

No hablamos de teorías, es la realidad inmediata y dolorosa. Que ZP no tenga alternativa creciente en el seno de su partido puede llegar a ser un auténtico drama nacional, visto lo que está haciendo en el gobierno, y nuestra aceleración hacia el despeñadero. Que el PP siga siendo un partido sin sustancia ni atributos, oportunista y ausente ante la profundidad y el alcance de la crisis es, además de intolerable, realmente insólito. En Génova se afanan en urdir disculpas para posponer el Congreso del partido, porque temen que, dado el atronador descontento, ahora no se podría celebrar con papeletas en la boca, una decisión tan aberrante como justificar que un gobierno aplazase las elecciones previstas por temor a perderlas. Mal, pues, en el Gobierno sometido a una especie de autócrata, y en la oposición controlada por un quietista.

¿Tiene arreglo todo esto? Sí, pero sin arbitrismos, imponiendo en los partidos la cultura competitiva y libre sin la que las democracias se convierten en una caricatura, en partitocracias autoritarias. Necesitamos más patriotismo, fomentar una ética política que sancione el abuso de poder y enseñe a preferir el interés común por encima de lo propio, algo que no abunda en los partidos y, menos aún, en los nacionalistas.

[Publicado en El Confidencial]

Una política sin aliento

Decía Ortega respecto de la universidad española de su tiempo que era un lugar de crimen permanente e impune. Me ha venido el recuerdo a la cabeza al pensar en cómo está el debate político entre nosotros; a mi modo de ver, peor, mucho peor que la universidad orteguiana, e incluso que la nuestra.

Es tremendo que una parte muy importante de los que emiten juicios en público, de los que se suponen que tienen alguna autoridad, hablen sin saber muy bien lo que dicen, a derecha y a izquierda. Nuestra clase política está enferma de rutina.

Tómese, como ejemplo, el análisis de las supuestas medidas para combatir la corrupción en las que anda enzarzado el PP. Es cómico, si no fuera realmente de llanto. Lo primero que tendría que hacer un partido que de verdad quisiera acabar con la corrupción es empezar consigo mismo, y dejarse de mirar a los demás. Son los propios partidos los que están corrompidos cuando, por ejemplo, sostienen alcaldes cuya política, y no me refiero a ningún municipio pequeño, nada tiene que ver con con lo que el PP debiera defender y representar; también se corrompen cuando se toman a broma el mandato de la democracia interna, o cuando se nutren de fondos que saben que no son legales ni decentes. ¿Para qué seguir? En política, la moral del éxito a cualquier precio es enteramente incompatible con la decencia, así que la corrupción es, de momento, un fruto sazonado del sistema.

La democracia española está en el peor momento de su corta y no muy gloriosa historia. España sufre una epidemia de mentira, de falsedad, de disimulo, de hipocresía y de fantasías estúpidas que no tiene parangón. Si esto no se arregla desde dentro, a no mucho tardar tendremos que lamentarlo. No basta con querer que ganen los nuestros para que las cosas mejoren; es mucho más necesario que los nuestros lo merezcan, y, de eso, muy pocos se acuerdan. Estamos en la hora de todos, y cada vez valen de menos las disculpas. Si ahora no sabemos responder con generosidad y arrojo, nuestros hijos y nietos escupirán con toda razón sobre nuestras tumbas.

El «fascismo» de los partidos

Estos días, a propósito de las pugnas en el seno del PP, se han repetido las voces que llaman, siempre desde arriba, a posponer los intereses personales en beneficio del interés (¿supremo?) del partido. Creo que se trata de un consejo que oculta gravísimos errores, pese su apariencia sensata, y sin discutir su conveniencia en determinados casos, no sé si en éste.

Empieza a ser una evidencia que la democracia española está aquejada de un cáncer bastante grave, de una dolencia que algunos autores, más o menos confesadamente autoritarios, consideran enteramente incurable, a saber: la partitocracia ilimitada.

Los males españoles son bien conocidos: extralimitación del poder de los aparatos del partido, extrema politización del conjunto de la vida civil y, en especial, de los medios de comunicación, prohibición y caricaturización, en la práctica, de cualquier debate público, demonización de la disidencia, corrupción generalizada, etc. Las consecuencias más graves de ello son la paralización de la dinámica política, la neutralización total del parlamento, el apartamiento de la política de personas que pudieran ser realmente valiosas, la promoción, ajena a cualquier mérito y a toda suerte de competencia, de Bibianas y Pajines, y un largo etcétera que está en la mente de todos. En España, me gusta repetir, Obama no habría llegado ni a concejal.

Se trata de males que no tienen fácil arreglo, pero que, en todo caso, no se van a resolver fomentando un todavía más alto sometimiento de todos a los caprichos de los de arriba. Las cúpulas de los partidos tendrían que acostumbrarse a que su poder no fuese ilimitado, a que para ellos también existan el derecho y las formas. El PP, en particular, está dando estos días ejemplos realmente aparatosos de lo poco que parecen importar a sus dirigentes, a esos que claman por la sumisión de los demás, las formas, los reglamentos, la ley en general.

Seguramente ocurra que los problemas del PP vengan de su escaso hábito de debate interno, de una espantosa tradición hereditaria que ya va siendo hora de jubilar, de su concepción casi religiosa del liderazgo indiscutible que, como se ve, se lleva mal en los tiempos que corren, cuando los aciertos no acompañan. Al parecer, el presidente del partido se propone dar un golpe de autoridad; sin duda está mal aconsejado, tal vez porque le ciegan los aplausos de la gente a la que paga: en el PP no falta autoridad, sino otras cosas, pero es un sino de los autoritarios el considerar que esa sola clave sea capaz de mover el mundo. Ya verán que no, porque siempre que se actúa como si el fin justificase los medios, esos medios ilegítimos, contradictorios y cínicos, acaban por arruinar cualquier atractivo del fin.

Una mala noticia, para UPyD y para todos

Una de las pocas cosas claramente interesantes de la política española desde el triunfo de Zapatero ha sido la aparición de UPyD con una imagen de frescura y ganas de romper el cerco político dignas de todo encomio. Sin embargo, todo lo que ha ocurrido en torno al abandono o la expulsión de Mikel Buesa, nunca se sabe del todo la verdad de estos casos cuando se es mero espectador, me pareció realmente penoso y me recordó las peores imágenes del estúpido partidismo que se ha instalado en España, una partitocracia desvergonzada que nos coloca en una especie de caudillismo compartido, cuyas ventajas son muy discutibles, y que guarda una relación muy escasa con lo que debiera ser una democracia abierta y madura.

Ahora mismo, una pre-noticia, uno de esos rumores que saltan a la prensa, imagino que para ver qué pasa, me ha dejado todavía más preocupado. Parece ser que UPyD (¿quién será el remitente?) piensa proponer como candidato a la alcaldía de Huelva a un famoso padre de niña víctima. No tengo nada contra ese señor cuya labia admiro como el que más, y cuyo inmenso dolor respeto y trato de compartir, pero me parece un signo de oportunismo y demagogia que cualquier partido trate de apuntarse sus innegables éxitos mediáticos. Creo que es un desastre que los partidos no estén siendo lo que la teoría dice que debieran ser: cauces de participación que permitan que afloren líderes valiosos, políticos de verdad y no esa especie de cromos repetidos de la geta del jefe que se acostumbra a promocionar en hábil connivencia con famosos de paso; me parece penoso que los partidos se puedan convertir en filiales de los canales de audiencia abundante entre gentes que solo se interesan por el morbo y el cotilleo. El PP ha recurrido varias veces a este estúpido expediente de la notoriedad, por ejemplo, cuando tuvo la genial idea de presentar al hijo de Adolfo Suárez, un personaje cuyos méritos se reducían estentóreamente a ser hijo-de, como candidato a la presidencia de Castilla la Mancha; naturalmente, Bono se lo merendó sin pestañear.

La política española debe mucho a esos militantes modestos y anónimos que de verdad creen en lo que creen y cuyo único error es aguantar con excesiva paciencia las estúpidas genialidades y caprichos de sus jefes. Si alguna vez pudiese mejorar esta atmósfera corrupta y neciamente partisana que preside la política española, será gracias a esos soldados cansados que soportan estoicamente el peso muerto que llevan encima. En fin, que eso pueda pasar ya en UPyD es realmente descorazonador.