La cobardía y la libertad

Una de las cosas que producen mayor desconsuelo cuando se contempla la situación española es la falta de coraje y de valor de quienes están institucionalmente obligados a tenerlo, de los jueces, por ejemplo, pero también de los políticos, de los periodistas, y de infinidad de ciudadanos que no se atreven a defender lo que piensan, que prefieren la vergüenza de ser cobardes al temor de exponerse a represalias por vivir libremente y sin miedos.

Es terrible que se pueda pensar que los retrasos en la publicación de la sentencia sobre el Estatuto de Cataluña se deban, en último término, al temor que los jueces puedan sentir tanto a las consecuencias de sus actos como a la ira de un gobierno que quedase en evidencia. ¿Qué tienen que temer los jueces? ¿Para que existen los jueces si no saben oponerse a las pretensiones de los tiranos? ¿Cómo es posible que tengamos unos jueces que puedan preferir pasar por cobardes a oponerse a quien tiene más poder que ellos? El hecho es tan desgraciadamente evidente que los políticos catalanes, responsables primeros, junto al presidente del gobierno de la nación española, del disparate estatutario, no se les ocurre otra cosa que llamar a las manifestaciones para intimidar más, si cabe, al supuestamente timorato tribunal. No hay que temer, sin embargo, que esas manifestaciones desborden las calles catalanas. Los efectos de una sentencia negativa para los defensores del Estatuto serían, sin embargo, terribles para el brujo irresponsable que se permitió prometer barra libre, y el derribo virtual de la Constitución, a quienes le ayudasen a ocupar la Moncloa.

La magnífica sabiduría de nuestro singularísimo líder político ha permitido que, en momentos en que fuera necesaria la mayor unión imaginable de las fuerzas políticas para sacar adelante la muy maltrecha situación de la economía española, nos tengamos que enfrentar a un tema que forzosamente planteará tensiones posiblemente irresistibles para el orden constitucional. No se pueden hacer profecías al respecto, pero parece claro que cuando debiéramos concentrar nuestros esfuerzos en recuperar una economía que se desangra sin remedio visible, hayamos de dedicar esfuerzos de idéntico porte para resolver el órdago que han planteado una parte significativa de los antiliberales y neo-carlistas catalanes, unos políticos que jamás han creído en otra cosa que en un orden minuciosamente establecido por una tradición, malamente inventada y minuciosamente reaccionaria, por personas que nunca creyeron en la libertad de los ciudadanos en una nación soberana, ni siquiera, por supuesto, en la que imaginan como suya.

Es terrible que sea un mal tan frecuente entre nosotros el deseo de no asumir ninguna responsabilidad, el refugio en lo que se supone inevitable, el consentimiento tácito, y a veces expreso, de la ineptitud, la arbitrariedad y la mentira. Muchas veces nos escandalizamos de nuestros políticos, y, desgraciadamente, no nos faltan motivos para ello, pero no siempre sabemos ver en nuestras conductas esos mismos gestos de sumisión, esa misma cobardía. Hace poco la ministra de sanidad manifestaba que la sociedad española está ya madura para asumir la prohibición total de fumar. Se trata de una declaración muy reveladora, de un testimonio de cómo el gobierno cultiva atentamente el progreso de nuestra sumisión, de cómo hemos ido tragando, con ayuda de los jueces que, permítaseme la expresión, se la cogen con papel de fumar, las limitaciones de nuestras libertades que el gobierno ha ido perpetrando, sin pausa, con leyes inútiles y estúpidas salvo para intimidar, con atentados tan graves a la libertad de conciencia, que es la libertad esencial, como el que ha supuesto la implantación de una asignatura como Educación para la ciudadanía, un bodrio pretencioso que no consiste en otra cosa que en la indoctrinación de nuestros jóvenes con las sapientísimas máximas morales de Peces Barba y Zapatero.

Pues bien, todo esto ha podido suceder porque la sociedad española lo consiente y porque una parte importante de ella, los sempiternos servilones, lo aplaude a cuatro manos. Pudiera ser que la causa de esa pasividad miedica resida en que pensemos que sea la mejor manera de garantizar nuestra inédita condición de nuevos ricos, pero también en eso estamos equivocados. Una prosperidad basada en restricciones al mercado, como la que sueñan nuestros sindicatos y ZP, su primer liberado, es enteramente imposible, y los más refractarios no tardarán muchos meses en convencerse, en medio de los gritos hipócritas de quienes sigan viviendo de un presupuesto que también va a ser menguante.

Ahora, nuestro destino depende, en parte importante, del cuajo y de la dignidad de un puñado escaso de jueces que habrán de escoger entre rendir valiente tributo a su conciencia, o morir avergonzados, aunque se imaginen colmados de dudosos honores, por haber traicionado a la Nación cuya Constitución han de defender.

[Publicado en El Confidencial]

Barcenas, Buesa, Urkullu

Además de su común relación con la política, estas tres personas simbolizan problemas muy distintos de los partidos españoles.

El tesorero del PP lleva ya meses de aparición continuada en los medios, muy a su pesar, sin duda. Para muchos se está convirtiendo en el retrato de un villano. No lo creo así, y no sólo porque haya que creer en la inocencia de cualquiera mientras no se demuestre lo contrario, sino porque me es difícil imaginar que alguien que no sea inocente sea capaz de aguantar el calvario que Luis Bárcenas está sufriendo. El problema de la corrupción en España se ha convertido en un arma arrojadiza, y, una vez que eso es así, ya no caben sino conjeturas en cualquier supuesto caso. Mi impresión personal es, sin embargo, que Bárcenas está siendo objeto de una venganza por parte de aquellos a los que impidió seguir medrando por medios poco claros. Si el Supremo no pide su suplicatorio o si, aunque lo pida, sale finalmente absuelto, habría que procesar a muchos que le han herido de una manera mucho más grave, dura e indeleble que con cualquier arma física.

Mikel Buesa ha decidido abandonar UPyD. Se trata de una malísima noticia sobre cuya gravedad iremos sabiendo cosas. Mikel Buesa no parece persona sumisa, y eso tiende a ser considerado como algo intolerable en los partidos. Es grave que un partido nuevo y que ha suscitado tantas esperanzas cometa tan prontamente errores que debiera empeñarse en evitar. No prejuzgo el caso, pero creo que hay que lamentar que nuestra cultura política no permita la integración fácil de gente tan valiosa y peleona como Mikel Buesa. Un partido que no ha celebrado todavía su congreso constituyente debería haber puesto especial énfasis en evitar las defecciones motivadas por un exceso de liderazgo, aunque sea tan atractivo como el de Rosa Díez.

Urkullu preside el PNV, y eso tiene sus consecuencias. Acaba de tirarse al monte para colocar en el Gorbea banderas de su partido, que son también las de Euskadi, un caso único en el mundo, como respuesta a la supuesta agresión que perpetraron un grupo de militares que se retrataron con la bandera española en ese mismo lugar. Urkullu ha dicho, además, una serie de sandeces políticamente correctas que ni él mismo se cree, pero se le notaba el resquemor porque unos españolazos hubiesen mancillado el monte vasco con la bandera común. No acabo de entender que el nacionalismo pretenda evitar el ridículo a base de normalizarlo, pero la verdad es que se trata de una táctica que suele tener éxito entre personas con tendencia a la flojera. De paso, nos hemos enterado de que el Monte Gorbea no es el islote de Perejil, aunque no ha explicado si es porque allí no hay cabras, porque los vascos no son marroquíes, o porque el Gorbea es más alto.

Este tipo de conquistas simbólicas suele acogerse con frialdad e indiferencia por los partidos españoles, pero empiezo a preguntarme si seguir callando o ponerse de perfil es lo más adecuado. Ya sé que puede ser inteligente no hacer ni caso, pero hay un riesgo cierto de que la ausencia sistemática de respuesta consiga que los españoles acabemos por creer las tontadas del angelote nacionalista de turno.

Somos los mejores

[Una locomotora de Renfe y otra de Continental Rail, una de las primeras compañías privadas de transporte de mercancías en España, esperando destino en la estación de mercancías de Valencia]

Entre españoles es corriente cierta disonancia a la hora de valorar lo que nos es propio. Existe el derrotismo, que tal vez sea un fruto especialmente tardío de nuestra leyenda negra, pero también existe la petulancia, muy frecuentemente disfrazada de objetividad. El terreno en el que esta última se aplica más a fondo es el del ámbito inmediato, el localista, la manía identitaria que nos arrebata por todas partes. Contra lo que pudiera parecer, no es un vicio nuevo. En nuestra mejor literatura, en Cervantes, en Galdós o en Baroja, se encuentran muestras abundantes de la sorna con la que retratan las pretensiones fantasiosas y estúpidas de tantos personajes seguros de que nadie es mejor que él y que los suyos. La moderna plaga del nacionalismo ha conseguido una socialización de ese sentimiento estúpido con el apoyo de la clase política, siempre interesada en el halago productivo. La retórica de ZP está fortísimamente inspirada en la convicción de que la adulación es políticamente muy rentable.

Poseídos de convicciones de este tipo se puede ir por el mundo haciendo el ridículo sin apenas caer en la cuenta, y se pueden contar esos viajes al vecindario como si el mundo se hubiese quedado suspendido y boquiabierto ante tanta brillantez, ante tamaña elocuencia. A parte de la vaciedad absoluta de esa clase de sentimientos, su peor consecuencia reside en que contribuyen a que la mejora de las cosas se haga imposible. ¿Para qué vamos a modificar nada si somos los más avanzados, los mejores, los líderes indiscutibles del asunto?

Últimamente me llama la atención la frecuencia con que aparece la afirmación de que nuestro ferrocarril es el más avanzado del mundo: los vehículos más modernos, las líneas mejor diseñadas, las estaciones más funcionales y un sinfín de virtudes más. Resulta realmente inverosímil que se diga tal cosa cuando estamos a la cola del mundo en el transporte de mercancías (que debería ser la primera de las obligaciones del ferrocarril en España) o cuando gastamos fortunas en construir estaciones pretenciosas en las que nadie toma un tren. En Inglaterra han unido Londres con París en menos de diez años y aquí no hemos acabado de llegar a Barcelona (aparte que casi se nos hunde) y ya llevamos una docena. Este tipo de baladronadas se destruye con cálculos elementales, pero el personal que no quiere que un dato le estropee sus ensoñaciones se siente feliz sabiéndose parte de la mayoría.

La libertad va por barrios

Leo las declaraciones de un músico catalán que dice una cosa muy sensata, a primera vista: que la libertad está en la cabeza de las personas. En una segunda lectura, veo que lo que ha dicho es distinto. Lo que dice el cantante es que la libertad de un país está en la cabeza de las personas. Luego, aparte de hablar de sus músicas, se dedica a dar una serie de opiniones sobre la dominación borbónica de estos últimos trescientos años (imagino que se refiere solo a Cataluña, pero quizá el argumento sea más general). Sobre este asunto dice algo un poco sorprendente, a saber, que hay dos interpretaciones, cuando lo lógico sería que dijese que hay muchas más, porque habrá que suponer que haya más de dos personas que se han ocupado del asunto. La libertad es una cosa delicuescente, sobre todo en las cabezas del personal. Ya se entiende que es una forma de hablar. Pero la libertad de un país es una entidad  que cabe mal en las cabezas. Los tratadistas políticos, que algo creen saber del asunto, suelen considerar que la libertad de un país está no en las cabezas de sus ciudadanos sino en la naturaleza jurídica de sus instituciones y, precisamente porque está ahí, pues los ciudadanos pueden actuar con libertad, es decir pensar lo que quieran, decir lo que les apetezca y hacer lo que estiman les conviene. Eso es, exactamente, lo que hace con donosura nuestro músico. Pero, al parecer, él cree poseer un grado más alto de libertad por tener una cabeza, digamos, libre de prejuicios y, a su manera, prodigiosa. Esta es una creencia muy positiva para casi todo el mundo y, como ya hizo notar, Michel de Montaigne, hace más de trescientos años, se trata de un patrimonio muy bien repartido por el buen Dios puesto que cada cual cree gozar de la mejor parte. Lo curioso de nuestra democracia es que abundan los que tienen que buscar en su cabeza para encontrar la libertad de su país. Algo anda mal, fuera de sus cabezas.

[publicado en Gaceta de los negocios]

Hay una España que espera

[Benito Pérez Galdós y su perro en Las Palmas ca. 1908]

La política española atraviesa uno de esos abundantes momentos grises de nuestra historia en los que parece que carecemos tanto de  futuro como de pasado. No sabemos hacia dónde vamos ni hacia dónde deberíamos ir, y hemos abandonado nuestro pasado a la ciencia ficción.

Nos hemos quedado sin proyecto alguno entre las manos y nos dirige un personaje cuya capacidad de entender la situación está seriamente en entredicho. La alternativa política tampoco está clara y los gritos ensordecedores y torpes de quienes sacan ventaja continua de este desconcierto no cesan de oírse por todas partes; hasta en Asturias y en Murcia, por citar dos regiones en los que el fenómeno habría sido enteramente inconcebible hace solo una década, han surgido ya grupos nacionalistas.  

Nuestra situación económica es desastrosa, pero el gobierno juega al disimulo haciendo ver que la cosa es grave en el mundo entero y nadie parece prestar mayor atención al estado de extrema debilidad económica e institucional en el que se está hundiendo la sociedad española. El divorcio entre la España real y el mundo oficial es cada vez más grave, y los políticos andan como locos, es su estado natural, preocupándose del mañana inmediato sin caer en la cuenta de que, como decía aquel antiguo experto, estamos tan mal que parece que ya estamos en el año que viene.

A nuestro favor está que, como los italianos, tenemos una amplia experiencia de esta clase de crisis y nuestra vieja historia nos enseña a sobrevivir pese a los horizontes extremadamente oscuros. En España trágica, una novela centrada en la agónica crisis de régimen que se vivía en 1870, Galdós hace dos afirmaciones que muestran qué poco hemos cambiado: uno de sus personajes dice “¡Oh España mía, único país del mundo que sabe ser al tiempo desgraciado y alegre!”, y, algo más adelante, apostilla el autor: “En España tenemos un singular rocío de olvido, que desciende benéficamente del cielo sobre las inconsecuencias políticas”. Por esta doble inconsciencia de tapar las penas públicas con alegrías privadas y de perdonar al político que habitualmente nos engaña porque, en realidad, no creemos a ninguno, la sociedad española ha soportado mucho sufrimiento innecesario y mucho retraso evitable. 

¿Será posible que el impulso que nos trajo la libertad y la democracia esté ya enteramente agotado? ¿Es que no va a haber ninguna voz política que sepa ofrecer a los españoles una salida atractiva a esta crisis política y económica? Son muchas las cosas que hay que cambiar y hay que hacerlo con esperanza y sin miedo. Los ciudadanos deben exigir a los políticos que sepan estar a la altura de nuestras necesidades y que dejen de actuar, únicamente, en función de la miope perspectiva de sus pugnas internas y de sus votos cautivos. Nos sobran políticos de quita y pon, y nos faltan auténticos líderes, gente valiente que crea en las posibilidades de los españoles y que nos invite a riesgos y aventuras que merezcan la pena.    La derecha, muy en especial, debería reflexionar sobre si está ofreciendo a los españoles lo que España necesita o si se limita a celebrar una especie de burocrático ritual que recuerda a la democracia pero que carece de cualquier grandeza.

La izquierda española, al menos, parece saber lo que quiere: seguir en el poder, aumentar el número de los dependientes del Estado en cualquiera de sus formas, hostigar los sentimientos de los  conservadores y el jolgorio de progresistas a la violeta sacando a relucir espantajos legislativos, además de disimular cuanto pueda su deseo vehemente de lograr un acuerdo de fondo con los elementos cercanos a ETA para que se incorporen al festín del presupuesto. La derecha no se atreve a ser original, se limita a reaccionar, a mostrar sus heridas de guerra, a oponerse sin ton ni son, sin que pueda comprenderse ni dónde va ni qué prefiere. Tiene miedo a argumentar porque se sabe frágil y plural y se deja acomplejar con toda facilidad mientras la izquierda carga en su cuenta el conjunto de todas las desgracias concebibles, desde el 11-M hasta la crisis económica universal.

La democracia consiste, esencialmente, en la alternancia pacífica en el poder. Hace poco hemos podido ver cómo Mc Cain, en una intervención  memorable, pedía, acallando con autoridad los gritos y protestas de sus incondicionales, el apoyo al nuevo presidente reconociendo en esa elección un paso adelante del pueblo americano. Aquí estamos muy lejos de eso. Quien más,  quien menos, piensa que sus rivales son tontos del culo y los más groseros lo gritan en público, entre aplausos de quienes viven a su costa.

El PP tiene que ser capaz de romper la camisa de fuerza del sistema electoral a base de coraje, de talento, de audacia y de imaginación y tiene que pedir a los españoles que le ayuden a ello. No sería la primera vez. Hay una España que lo espera, pero nadie debería abusar de su paciencia. 

[publicado en elconfidencial]