Unamuno recordado

Mi amigo José Luis Puerta me llama la atención sobre esta carta al director de El País que recuerda lo que Unamuno pensaba de los políticos de su tiempo, ustedes dirán si hay motivo: la transcribo a continuación:

Cartas al Director. 19/06/2012 

Se repiten los mismos errores en esta sociedad española anestesiada, sin que una gran mayoría de ciudadanos tenga capacidad para detectar el adoctrinamiento, la mentira y la ineficacia como señas de identidad de una cierta clase política, como ya señalaba en su época el gran Unamuno. “Sabido es lo que son y han sido siempre nuestros gobiernos. Cuando no quieren, o no pueden, o no saben cumplir lo que la opinión pública les exige, lo falsean todo. La mayoría de los políticos viven del engaño y en él quiere mantenernos a todos, sin darse cuenta que no es posible idiotizar a los ciudadanos libres que conservan la cabeza en su sitio y un espíritu critico al cual no van a renunciar”.
Ahora, más que nunca, España necesita otros políticos y otras actuaciones basadas en la unión y no en el sectarismo ineficaz. “El político verdadero, el estadista, tiene valor de personalidad; el politiquero, el caudillo de bandería, el organizador de elecciones, no pasa de ser una fulanidad”.— José Fuentes Miranda.

Una azaña atlética de Rubalcaba que conviene recordar


Cuando, en diciembre pasado, el señor Rubalcaba decidió poner en la picota a una de nuestras glorias nacionales, a Marta Domínguez, fue fácil advertí que las circunstancias ayudaban a que el Gobierno sintiese la urgencia de ofrecer una imagen justiciera, una conducta de ejemplar independencia y respeto a la ley que pudiera engañar a una buena mayoría de personas incapaces de imaginar siquiera el retorcimiento al que llegan algunos con tal de conseguir apartar de la cabeza de los españoles lo que realmente les importa. El sensacionalismo de esa justicia espectacular manejada a su antojo por los fiscales, esto es, por Rubalcaba, siempre ha sido una excelente maniobra de distracción de la opinión menos maliciosa.
La persecución a la atleta palentina vino a coincidir, seguramente que no por pura casualidad, con un resonante éxito parlamentario de Mariano Rajoy. En su discurso parlamentario Rajoy había dejado en evidencia la demagogia irresponsable de Rubalcaba cuando ejercía de oposición al primer gobierno de Aznar. Lo que hizo Rajoy fue poner en sus labios, con las muy sonoras protestas del patio socialista, siempre exquisito y delicado, las cínicas e irresponsables palabras que el ahora candidato había utilizado en 1999 para enjuiciar la actuación del entonces ministro de Fomento, Rafael Arias Salgado, palabras notoriamente injustas y exageradas, pero que, por una de esas justicias poéticas, definían con entera nitidez la irresponsabilidad y la chapucería demagógica de Rubalcaba y los suyos, en el momento  preciso del aquelarre organizado contra Marta.
Ahora el escrutinio sereno de la Justicia ha puesto las cosas en claro y ha restablecido la inocencia de una atleta ejemplar que, para su desgracia, no había ocultado nunca sus simpatías con el Partido Popular, algo intolerable, como se sabe, y que siempre merece público castigo. La Guardia Civil, ejemplarmente disciplinada, entró en el hogar de la atleta palentina, que, además, estaba embarazada en ese momento, con los modos que debiera haber usado para llevar a cabo la captura del jefe de todas las mafias de la droga. Como de casualidad, las televisiones amigas, estuvieron allí para contarlo. Los españoles hubimos de tragarnos una amarguísima medicina, el derribo de un mito deportivo basado exclusivamente en el esfuerzo, en el coraje, en el orgullo de ser mujer y española.
Nadie pagará jamás el daño causado a Marta, al atletismo español, a todos nosotros, pero Rubalcaba, que amenaza con intentar la conquista de la jefatura del Gobierno, ha sido el responsable moral y político de esa injusticia, de esa irresponsabilidad, y lo menos que podemos hacer es recordar las cosas de que ha sido capaz este personaje con tal de obtener alivio político, por momentáneo que resulte.
La noticia sobre la posible implicación de uno de los ídolos deportivos más populares nos dejó a todos estupefactos, y sirvió admirablemente  para apartar de nuestro magín el demagógico modo con el que Rubalcaba enjuiciaba al gobierno de Aznar y la tonta pretenciosidad con que el grupo socialista consideraba inaplicables esas palabras de Rajoy, que eran repetición literal de las que en su día pronunciara Rubalcaba,  a cualquiera de los miembros de su gobierno, porque cualquiera que se refugie bajo el manto incorruptible del socialismo está siempre por encima de toda sospecha, y al abrigo de cualquier crítica, como es público y notorio. El afán de Rubalcaba por manejar la opinión pública ha llegado al extremo de utilizar a la Guardia Civil para que invada el domicilio de cualquiera que le pueda convenir con tal de apartar de las portadas de la prensa las muchas y frecuentes noticias inconvenientes para su fama y el prestigio de su Gobierno. A pesar de tanto fuego de artificio, es evidente que Rubalcaba no ha conseguido su objetivo. Tendría que haber asaltado varias veces al día el domicilio de personas tan respetables como famosas para poder ocultar el desastre absoluto en el que se ha convertido el Gobierno de Zapatero, ese grupo de políticos desnortados que Rubalcaba fue llamado a salvar con un resultado que queda a la vista. 
Ahora que ha salido huyendo de la quema, sigue aplicando la manguera de gasolina en ciertos focos para apagar los incendios que le amenazan a él. ¿Cómo juzgar, si no, sus demagógicas palabras contra la Banca española en un momento de auténtico desastre para la imagen exterior de nuestra economía? Este hombre es un peligro porque carece completamente de principios, de límites morales, aunque presuma continuamente de lo contrario. Su principal preocupación es hacer creer a los electores que nunca ha tenido nada que ver con esos chicos, que no conoce a Pajín, que nada sabe de Aído, que pasaba por allí, y que lo único que ha hecho es dedicarse a detener terroristas, amansar a los del 11 M, y detener al malo de la película, a Teddy Bautista, uno de sus últimos montajes, mal instrumentado, como siempre, porque la chapuza es marca de la casa.

El premio del sectarismo


Cuando se leen textos de historia en otras lenguas, llama la atención, por ejemplo, que lo que nosotros solemos denominar “guerra de la independencia contra los franceses” se conozca como una parte más de las “guerras napoleónicas”, cosa que, sin duda, nos procura una cierta cura de humildad. No vendría mal, sin embargo, que hubiese alguna vez una cierta guerra por la independencia,  porque aquí no abundan ni la capacidad de pensar por cuenta propia, ni la objetividad y la libertad de criterio, mientras que podríamos ser primera potencia en sectarismo, parcialidad, y necio dogmatismo.
La falta de independencia que tanto se hace notar está vinculada muy estrechamente con una visión confesional de la política, con la fidelidad, con razón y sin ella, a una ideología maniquea, como suma de bienes sin mezcla de mal alguno, y con el hecho de que aquí sólo se aprecie la fidelidad perruna, la sumisión absoluta al amo.  
Lo curioso es que la generalización de ese rasgo de conducta sumisa es más reciente de lo que se suele creer. El otro día leyendo una carta escrita en 1825 por Thomas Jefferson, tal vez el más importante de los padres fundadores de la democracia americana, me encontré con que usaba tanto el término “liberal” como el término “servil”, con el sentido que se había hecho  usual entre los políticos españoles del XIX. Tanto “servil” como “liberal” pueden datarse con otro sentido en épocas anteriores de nuestra lengua, pero los liberales del XIX les dieron el sentido político con que las usa Jefferson y con el que se han exportado a la lengua inglesa, entre otras. Serviles o servilones eran los que no querían otra cosa que el absolutismo fernandino, los que detestaban la libertad, la igualdad, los enemigos de la Constitución.   Servilismo, en particular, es palabra que describe muy bien la condición de quienes están dispuestos, al precio que sea, a acudir presurosos en auxilio del vencedor, a apoyar al que manda, a obedecer en todo a quien les ha dado lo que estiman que, de otra manera, jamás habrían podido alcanzar. Para nuestra desgracia, casi doscientos años después, el servilismo vuelve por sus fueros, aunque, naturalmente, con los afeites de la época. Servilismo y sectarismo son, pues, sinónimos políticos que expresan dos incapacidades, la de atenerse a otras consideraciones que las establecidas por el que manda, y la falta de valor para  mantener dignamente las posiciones propias, en especial cuando se ostente un cargo, por ejemplo judicial, que obligue específicamente a ello.
Creo que esta consideración es especialmente adecuada para comentar la reciente decisión respecto a Bildu. Que el Tribunal Constitucional se haya metido, con prisa y nocturnidad, a reconsiderar una decisión del Tribunal Supremo, inventándose unos motivos de inconstitucionalidad que apenas pueden simular la arbitrariedad y el absoluto menosprecio a lo que establecen las reglas del juego, no es una noticia que pueda alegrar a nadie con dos dedos de frente. Ese Tribunal se ha convertido demasiadas veces en un cayado de la arbitrariedad política en lugar de haberse limitado a ser un árbitro absolutamente irreprochable de la Constitución. Su origen político no debería ser explicación suficiente para esa indignidad. Bastaría con que los magistrados se hubiesen tomado en serio a ellos mismos, pero eso es más de lo que algunos pueden alcanzar sin perder el equilibrio.
Una pregunta importante, y no muy fácil de contestar,  es la que se refiere a los beneficios políticos inmediatos que sus impulsores esperan de tamaña cacicada. Mi sospecha es que cuando el asunto del terrorismo estaba razonablemente encarrilado, ha tenido que venir Zapatero a mostrarnos lo genial que es y a liarla de nuevo. Yo no estoy de acuerdo con el fondo político de la sentencia, que me parece un error, pero que, como todo, se puede discutir, pero me parece fuera de dudas que el Tribunal Constitucional en lugar de hacer su trabajo con dignidad y calma, ha decidido probar, una vez más, que a él nadie le gana en servilismo, y que está dispuesto a arrebatar la imagen de eficacia que ofrece la Guardia Civil de los chistes,  esa mítica capacidad para encontrar, si fuere el caso,  al asesino de Manolete,  cuando se le requiera para ello en  tiempo y forma.
Pero, ¿qué es lo que gana Zapatero? Si lo que persigue, al parecer, es que los españoles vuelvan a sentir miedo del PP, hay que reconocer que sigue teniendo una habilidad muy especial para calcular los costes de sus iniciativas. Es dudoso que obtenga lo que pretende, y que la apuesta por el miedo  vuelva a ser rentable a estas alturas, pero el daño hecho a la objetividad, a la poliarquía, a la democracia liberal, y a la decencia política, me parece mucho más grave y difícil de curar que el hecho lamentable de que la democracia española se deje ningunear tan fácilmente por las triquiñuelas de cuatro abogados al servicio de una banda de criminales.
[Publicado en El Confidencial]


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¡”Que viene el lobo”!, o el supuestamente inagotable filón del miedo a la derecha


Hace escasamente un año, un Zapatero acuciado por el realismo de su amigo, o no tanto, Obama y la urgencia de los otros líderes mundiales que le pusieron al teléfono, tuvo que renunciar solemnemente a seguir con sus planes, por llamarles algo, para evitar la inminente bancarrota de España que él había provocado con su delirante política y con sus estúpidas proclamas. El 12 de mayo de 2010, y ante el Congreso de los Diputados, anunció el recorte más duro  de nuestra historia y puso fin a las promesas políticas que había tratado de mantener contra viento y marea, como si fuese un mal periodista dispuesto a que la realidad no le estropee un reportaje oportunista. Hay que reconocer que le echó cuajo, porque cambió de tono y de discurso, como si la cosa no fuese con él, hizo de tripas corazón y se aplicó a los recortes, especialmente con la parte más débil de la población.
Ahora y pese a ser evidente que ha sido la irresponsabilidad socialista quien ha llevado al país a una crisis hondísima, muy larga y de salida todavía incierta,  el PSOE se dispone a echar la culpa de todo a quien siempre la tiene, a la derecha, y va a tratar de que el miedo, que en alguna ocasión del pasado le libró del descalabro, le sirva una vez más de salvaguarda para que sus electores, sobre todo, teman más a los supuestos desmanes de la derecha que a los evidentes destrozos que ha causado su gestión. En este punto todos se han unido con prontitud a Zapatero, porque saben que están en juego sus poltronas. Hasta Felipe González, distante, multimillonario y crítico feroz de tan inconsistente personaje,  se ha unido al coro de los amedrentadores.
La situación de los socialistas es tan apurada que no dudarán en usar cualquier asunto como provisión para calentar la caldera. Émulos de los Hermanos Marx, pero sin gracia alguna, no dejan de gritar “Más madera” a ver si resucitan el miedo atávico a la derecha que ya parece ser la única munición fiable de que disponen en sus polvorines. Hasta el incomprensible apoyo a la legalización de Bildu se entiende en esta estrategia, tratar de mostrar que la derecha es absolutamente intransigente, implacable, enemiga de la paz. Pero es muy posible que los socialistas se equivoquen y que hasta sus más fieles les dejen de lado en esta huida a ninguna parte. Basta con haber visto el muy descriptible entusiasmo de los sindicalistas con las liturgias del primero de mayo para poner en duda que el personal esté dispuesto a endosar cualquier estrategia, y eso que las huestes manifestantes suelen reclutarse entre liberados y profesionales del ramo. Es posible, por tanto, que alcancemos a tener una medida indirecta del número de beneficiados de los diversos aparatos del PSOE al comprobar en qué se quedan sus votos el 22 de mayo porque cabe poner en cuarentena la idea de que pueda haber ciudadanos de a píe convencidos de los beneficios que pueda reportarles la continuidad de los amigos de Zapatero en la inminente jornada electoral.
Solo el otrora díscolo Tomás Gómez, y en plena imploración de perdón a las alturas, se atrevió a decir que quería hacer con Madrid lo que Zapatero había hecho con España, un slogan que Esperanza Aguirre sabrá emplear contra tipo tan poco avisado de lo que siente el personal. Los españoles sólo pueden tener un miedo razonable a la permanencia de los socialistas: está en su mano evitar que tenga éxito la estrategia de quien los toma por tontos. 

Lo de Bildu

Los españoles estamos siendo duramente golpeados por un tema capaz de aburrir a las ovejas, la cosa vasca. Si no fuera por la cantidad de muertos y de daño que han hecho estos sujetos, el asunto no merecería otra cosa que el más profundo desprecio, eso es lo que pasaría en un país digno, pero en España ni hablar. 
Llevamos años empeñados en hacer mal las cosas, y, lo que es peor, en deshacerlas cuando, por un casual, se empiezan a hacer bien. El tostón vasco estaba encarrilado, pero ha tenido que venir Zapatero a mostrarnos lo genial que es y a liarla de nuevo. No voy a gastar ni una letra más en manifestar la repulsa que me produce esa actitud tan cobarde, pero hay un asunto del que no quiero dejar de hablar, precisamente porque no soy jurista. El Tribunal Constitucional en lugar de hacer su trabajo con honor y dignidad, ha decidido, una vez más, que a él nadie le gana en servilismo y que se siente muy capaz de hacer cualquier encargo que se le haga. ¡Qué vergüenza de país! Es increíble la facilidad con la que los más altos honores y dignidades del Estado se postran ante el dedo todopoderoso, la tranquilidad y el cinismo con el que se ciscan en lo que haga falta con tal de no dejar insatisfecho a quien les puso en lugar al que nunca debieran haber llegado. El Tribunal Constitucional es una vergüenza nacional, así de simple, y no porque no esté de acuerdo con el significado político de sus sentencias, esta vez tan rápida que causa espanto, un asunto que no tendría inconveniente en discutir, aunque ya queda dicho que el tema aburre a las ovejas, sino por el hecho de que se hace evidente que este Tribunal se ha quedado para siempre con la imagen que el chiste atribuía a la Benemérita, cualquier día podría declarar a quien conviniere culpable de la muerte de Manolete. ¿Cuándo se hartará este país de sectarios  de soportar, con paciencia infinita, que los que están más obligados a la objetividad y el respeto a las formas se las pasen por salva sea la parte?  


El éxito de Samsung

Un Papa cargado de razón

Los sectarios anticatólicos, sea por un laicismo tan agresivo como indefendible, sea por un ateísmo beligerante y totalitario, pretenden que Benedicto XVI sea el único ser humano al que se arrebate el derecho a expresar libremente sus ideas. Esta clase de individuos ha debido de pasar un mal fin de semana porque el Papa, en sus visitas a Santiago y Barcelona, ha hablado con claridad paladina, ha puesto voz precisa a lo que piensan, creen y sienten muchos millones de católicos españoles que tienen motivos para sentirse injustamente perseguidos por un anticlericalismo radical que, como ha recordado el Santo Padre, es idéntico al que produjo enormes desastres en la década de 1930.
El Papa tiene no ya el derecho sino la obligación de recordar ciertas verdades que pueden no gozar del beneplácito de quienes quisieran ser los únicos con derecho a defender sus principios, sus ideas morales y sus dogmas políticos, y lo ha hecho con la claridad, la rotundidad y la sutileza que caracteriza el conjunto de sus intervenciones públicas. Es seguro que habrá quienes prefieran creer las mentiras del día que escuchar y aprender de las verdades eternas, pero, por fortuna, ni el Papa ni la Iglesia se dedican a la lisonja, sino a predicar de manera comprensible las verdades que han recibido de la Revelación, los tesoros de sabiduría que atesoran tras una historia ya dos veces milenaria, las enseñanzas de salvación que los hombre necesitamos para comprender con plenitud el sentido de nuestra vida, para sobrellevar las desdichas y los dolores que siempre nos reserva.
Si bien se mira, es incomprensible que este Papa suscite en algunos sectores un rechazo tan radical. Es llamativo que los enemigos de la Iglesia se pongan tan nerviosos cuando encuentran a su frente a un hombre tan templado, tan razonable, tan sabio y tan prudente como los es el Papa actual. Es precisamente la inatacabilidad intelectual de sus argumentos lo que les saca de sus casillas, porque no soportan que la Iglesia ofrezca una imagen que es irreductible a la caricatura que de ella hacen con sus conceptos, tan sectarios como necios. Tienen muy mala suerte, porque, en efecto, este Papa no es una figura que se preste con facilidad a sus tergiversaciones. El Papa Benedicto XVI no solo es el representante de Cristo en la tierra para los más de mil millones de católicos de todo el mundo, es también un pensador profundo y un hombre muy atento y perceptivo para comprender cuanto ocurre a su alrededor, las formas de ser y de pensar que se promueven en el mundo. Por eso oyen con respeto su palabra no solo los católicos o los cristianos, sino cuantos pretenden honradamente hacerse cargo de lo que está pasando en un mundo cada vez más complejo y desconcertado.
Las intervenciones del Papa, tanto en Santiago como en Barcelona, han sido mesuradas, respetuosas, pero, sobre todo, muy inteligentes, claras y sólidas. El Papa no ha dejado sin tocar ninguno de los aspectos esenciales para que nos hagamos una idea razonable de los medios que tenemos para entender el sentido de nuestras vidas, para exponer con coherencia y brillantez la visión cristiana del mundo, la forma de pensar y de sentir que ha permitido la existencia de nuestra civilización, la cosmovisión sin la que son incomprensibles la historia y las instituciones que han hecho de la cultura occidental un modelo de convivencia entre el conocimiento científico, el bienestar económico, el progreso social, la libertad política y el pluralismo, en suma, una convivencia correcta entre las exigencias de la razón y las verdades de la fe cristiana.
El Papa ha denunciado con claridad, como ha hecho en numerosas ocasiones, la existencia de corrientes que quieren acabar con nuestras raíces, que quieren eliminar aún el más recóndito vestigio de la fe, que, aunque lo disimulen, suponen una gravísima amenaza para la libertad de conciencia, para cualquier libertad, en suma. Como buen teólogo, el Papa afirma que la razón de esa vesania destructiva depende de la voluntad de hacer del hombre un dios, de convertir al verdadero Dios en un enemigo del hombre.
Frente a esa ideología totalitaria el Papa ha defendido que el hombre es la gloria de Dios, y Dios la mayor gloria del hombre, que en Dios encuentra el hombre su auténtica vocación, y el apoyo último a su libertad que, de otro modo, se vería indefectiblemente sometida al ciego impulso del determinismo o de un destino inevitable. La libertad y el cristianismo son inseparables, y por eso el Papa ha elogiado la grandeza de nuestra tradición, ante el bellísimo marco del Obradoiro, pero también la modernidad, la técnica, y la belleza de sus realizaciones, bajo la soberbia máquina del barcelonés templo de la Sagrada Familia, la más impresionante joya de la obra de un artista genial y de un cristiano piadoso como lo fue Antonio Gaudí.
El Papa ha defendido la vida, desde su concepción hasta su declive natural, y ha recordado que la familia es el lugar del amor, de la procreación, de la entrega, de la solidaridad, y que es obligación de los poderes públicos protegerla, porque la vida es el primero de los bienes y de los derechos. Es lógico que haya quienes no soporten oír verdades tan obvias dichas con tanta autoridad y entereza, aquellos que están imponiendo leyes que buscan exactamente lo contrario, como ese personaje al que se le ha ocurrido llegarse hasta Afganistán para evitarse el mal trago, pero los creyentes y los hombres de buena voluntad estamos de enhorabuena por la suerte de haber tenido entre nosotros a un Papa que habla con tanta claridad como sabiduría, que tiene razón.
[Editorial de La Gaceta]

Militancia pura y dura

Felipe González ha dado un ejemplo de lo que es capaz, de que su sectarismo está intacto. Hace unos días ha publicado un lamentable artículo junto con otra pensadora de fuste, la ministra de Defensa y catalana vocacional, señora Chacón. El maridaje anunciaba novedades sustanciales, una síntesis generacional, qué sé yo, pero se ha quedado en mala escritura al servicio de las peores intenciones.
Aunque el texto era breve, admite resumen: la culpa de todo es del PP, aunque también son malos los nacionalistas que no siguen a Montilla y a la señora firmante. Un ejercicio de autocrítica, como se ve, un estadista este Felipe, capaz de sacar unos minutos de su ajetreada vida de nuevo rico para poner un poco de cordura en las querellas de los españoles.

En Orio ganó Holanda

Tras las revelaciones de que la Generalidad catalana prohibió a los chavales que estaban de campamento ver el partido de la final del Campeonato mundial de fútbol en el que participaba España, llega ahora la versión orwelliana de esta censura en el territorio vasco. En un albergue de Orio, los chavales de entre seis y once años que allí se encontraban, no solo no pudieron ver el partido, sino que fueron informados de que lo había ganado Holanda (y que el gol lo había marcado Robben, tras un fallo del españolista Casillas, un tipo enrollado con una reportera feísima). Decididamente, hay muchos separatistas que son auténticos enfermos.
No es fácil entender que haya padres que entreguen a sus hijos, aunque sea solo una semana, a semejantes personajes, que los pongan en manos de organizaciones tan sectarias, tan brutalmente antiliberales. Si fuésemos una democracia normal, alguien debería hacer algo, pero ya queda dicho que entre nosotros se homologa sin ningún reparo la libertad con las cadenas.

Barra libre

Esta mañana, un comentario sobre la segunda república, destacaba que, entre las causas de su fracaso, ocupó un lugar importante la escasa convicción democrática de la mayoría de sus líderes, tanto a la izquierda como a la derecha, de manera que no es difícil comprender que sus posibilidades de éxito no fueran muy grandes.

¿Nos pasa algo parecido a nosotros? Me parece que la respuesta tiene que ser, desgraciadamente, un sí, y que, salvando las innegables diferencias, el sistema de la Constitución del 78, está seriamente en riesgo por esa misma razón, porque muchos de nuestros líderes siguen viendo en la democracia únicamente un modo de legitimación, no un sistema que implique determinadas exigencias morales.

Las dos fallas más evidentes del sistema son la corrupción y la inestabilidad territorial, y ambas tienen su origen en la forma de funcionar los partidos políticos, enteramente ajena al interés general, y entregada únicamente a favorecer los intereses inmediatos de los dirigentes.

Veamos un par de casos. Estos días tenemos a Gürtel ante nuestras asqueadas narices. Pues bien, el Presidente del PP nos sorprende manteniendo una ridícula reunión secreta, en territorio supuestamente neutral, con uno de los afectados y dándole barra libre para que trate de resolver el asunto a su antojo. Para mayor escarnio, el señor Camps se despacha con unas declaraciones, tan escandalosas como cursis, en las que afirma que los dirigentes del PP valenciano se ayudan mutuamente, se quieren mucho y que todo esto es muy bonito. Me parece que en una democracia mínimamente seria, el señor Camps, junto con todos sus amiguitos, habría tenido que dimitir hace ya tiempo, y que el señor Rajoy deberá hacer lo propio si no se decide, definitivamente, a atajar un asunto que, aunque tenga su origen en la artera agresión del adversario, pone ante los desencantados ojos de los electores una desdichada realidad que afecta seriamente a los entresijos de su organización.

Puede haber quien piense que la obligación del PP es mantenerse en el poder a todo trance y combatir los intentos de desestabilización; sin duda es eso así, pero no creo que nadie creae que el PP pueda perder las elecciones si da muestras serias de que no piensa consentir ningún modo la corrupción. Lo contrario es lo que es peligroso, doblemente si se asume, como se hace, que no existe un único PP, sino que el PP es ya una especie de caótica federación de taifas, gobernada por una casta de intocables que poseen los votos de sus comunidades, es decir, que el PP sea ya, en la práctica, un partido nacionalista de donde haga falta para dejar de ser el mismo partido español en todas partes.

Esto nos lleva directamente a la segunda cuestión, al disparate territorial. Me parece que ha sido Rosa Díez quien ha dicho una de las cosas más certeras que he oído nunca sobre este asunto: “el problema no son los nacionalistas, sino que los grandes partidos acaben haciendo lo que los nacionalistas quieren”. Y, ¿por qué pasa eso? Pues porque sistemáticamente, los líderes de los partidos mayoritarios buscan su propio beneficio, aún a costa del desastre general. Para no retroceder, que podría hacerse, fijémonos en la conducta del PSOE actual a este respecto. Se somete tanto al dictado de los nacionalistas catalanes que corre el riesgo de acabar desapareciendo en Cataluña, donde está en el poder al precio de ejecutar las políticas nacionalistas más extremas, olvidando completamente el sentir de sus votantes y el interés general de los españoles.

La clave de este despropósito es que los actuales dirigentes del PSOE son incapaces de concebir algo distinto a la conquista del poder como objetivo de su acción política. Es la misma clave con la que han diseñado su estrategia de paz frente a los pistoleros de ETA, la explicación de su no respuesta a la crisis económica, el motivo de su absoluta falta de respeto al mínimo indispensable en la separación de poderes, la causa de sus descaradas intervenciones en el sector eléctrico o el fundamento de su desfachatez a la hora de favorecer a sus amigos de ocasión en el reparto de prebendas. Se trata, en suma, de que el actual partido socialista, con el dontancredismo de su líder a la cabeza, está absolutamente dispuesto a hacer lo que sea necesario (no se olvide que esa es, precisamente, la fórmula operativa de las mafias) para mantenerse en el poder, más allá de cualquier coherencia política, más allá de cualquier consideración del riesgo en que se pueda incurrir, sin que les importe un ardite la amenaza de que todo pueda saltar por los aires.

Es probable que la desvergüenza de que hacen gala los políticos sea un reflejo de nuestra tradicional picaresca, de la moderna creencia de los españoles de que todo da igual, y a vivir que son dos días. Es lastimoso que la opinión pública sea tan comprensiva con estas aberraciones o, peor aún, que las juzgue únicamente, con el criterio hipócrita del partisano: por ahí habría que empezar a cambiar.

[publicado en El Confidencial]