Vamos a contar mentiras, tralara

Una vieja canción infantil, ensartaba con humor unos embustes increíbles: “Por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas, tralará”. Esa irónica letanía describe bien los desaforados esfuerzos que hubieron de hacer ZP y sus órganos afines, para emboscar una crisis morrocotuda: “A nosotros no nos toca, es exterior, a nosotros no nos toca, tralará”. Se ha repetido hasta la saciedad esa letra coral, pero no ha servido de nada. Al final, recortes, decretazo y pensiones. La astucia de ZP consiste ahora en presentarse como víctima de unas desgracias que trató de evitarnos, y cree que tiene dos años para tratar de convencernos de que, si no fue la causa, pudiere ser la solución. Mientras tanto, el país, anestesiado con tanta mentira persistente, no termina de darse cuenta de la gravedad del panorama.
No es difícil de entender, porque hay que remontarse muchas décadas atrás para encontrar una televisión tan adicta al mando como la que ahora nos aflige con consignas que parecen reinventar la “lucecita del Pardo”, el carisma del que manda, su inagotable sabiduría, su pulso valeroso y firme de centinela de Occidente. Todavía no hemos caído en la cuenta de que en Europa, y en España más, todo o casi todo está de capa caída, que hemos sido los amos del mundo, pero ahora no somos nada.
La verdadera cuestión es cuánto tiempo va aguantar la gente sin ponerse nerviosa, sin romper lo que tenga más a mano. A base de mentiras, muchos continúan creyendo que la solución es fácil, que solo hay que esperar, pero perderán su imperturbabilidad y su candidez cuando vean cómo las gasta la crisis en que nos han metido. No confío nada en el gobierno y muy poco en los políticos, pero hasta hace poco creía que en España había ya un comienzo de sociedad civil capaz de sacar esto adelante; ahora ya no lo sé. Reconozco que seguir el debate del día a día es desconsolador porque hay muchas cosas, como la Universidad por ejemplo, en que vamos directamente en la dirección contraria a lo razonable. Del error se puede salir con esfuerzo, pero de la creencia interesada es muy difícil huir. Nos va costar Dios y ayuda cambiar creencias absurdas pero muy comunes: va a ser digno de verse, pero muy duro de soportar.

Del exceso en política

Los españoles somos muy dados a esa peculiar moral que consiste en negar la realidad de lo que no nos conviene que exista. Largos siglos de entrenamiento en una retórica grandilocuente, y en esa peculiar bravuconería del “te lo digo yo a ti”, nos hacen extrañamente impermeables a según qué fracasos. Que la política de ZP ha sido un completo desastre no puede negarlo ni Leire Pajín en momentos de exaltación, pero, caben pocas dudas de que, en cuanto pasen unas semanas y el presidente del gobierno se recupere del shock, asistiremos a una larga demostración de habilidades comunicacionales destinadas a convertir el humo en sólida realidad, y la sólida realidad en humo.
Los gobiernos suelen equivocarse con mucha mayor frecuencia que aciertan, y por eso, precisamente, son entes de existencia relativamente efímera. Cuando un gobierno se confunde de medio a medio en su tratamiento de una crisis, puede hacer dos tipos de cosas: la primera rectificar a fondo, y tratar de recuperar la iniciativa; la segunda, marcharse. Pues bien, es casi seguro que aquí vayamos a asistir en breve a un intento, entre lo sublime y lo ridículo, para forzar una imposible tercera vía. ZP pensará, muy probablemente, que le quedan dos años, lo que en política es como una eternidad, y que en ese tiempo será capaz de recuperar el brillo que un día sedujo a tantos. Lo malo, para el conjunto de los españoles, puede ser el coste de esa salida.
De entrada, hay que descartar por completo que ZP vaya a cambiar de ideales. ZP puede cambiar de mensaje, de estrategia o de slogan, pero el profundo pensador que se oculta tras su sonrisa no se convertirá en una barquichuela sin rumbo, zarandeada por las olas de los mercados. Sus tendencias no son coyunturales, sino de fondo, y sus políticas tendrán que ponerse al servicio de esos objetivos de largo alcance que ahora aconsejan un repliegue táctico ordenado, pero no más, que nadie se confunda. ZP no se comportará, seguramente, como quien haya aprendido algo, sino como quien ha sido desviado de su objetivo por un acontecimiento telúrico e improbable que no volverá a repetirse en generaciones. Todo su mensaje se dirigirá con fuerza a señalar que las medidas que se ha visto forzado a tomar se han establecido, precisamente, para volver cuanto antes a la situación en que sus ideas consigan una aplicación más directa e inmediata. El corolario de este análisis es que, hoy por hoy, Zapatero no piensa en tirar la toalla.
¿Podrá tener éxito una estrategia de este tipo? Desde el punto de vista del Gobierno todo lo que hay que hacer consiste en convencer a los votantes de que si no se han tomado antes una serie de medidas ha sido por tratar de evitar el mal trago a los trabajadores, a los humildes, y en subrayar que las medidas que el gobierno aplicará con temor y temblor, serían administradas con regocijo, exageración y saña por un PP, siempre dispuesto a excederse en el castigo a los que tienen poco. El PP, dotado de un proverbial sentido de la oportunidad, pudiera prestarse, por las buenas o por las malas, a este juego, de manera que ZP llegue a aparecer como el líder que ha evitado los amenazantes excesos de la derecha, de manera enteramente independiente de lo que éste haya podido votar en el Congreso. Hay factores que no dependen, sin embargo, de las intenciones de los políticos, y una cosa es lo que se pueda preferir, y otra, muy distinta, lo que, finalmente, se ha de hacer por fuerza, no por voluntad propia, sino por la de varios otros.
No se le oculta a nadie que entramos en un semestre en el que puede pasar cualquier cosa, pero hay una pregunta esencial que deberíamos hacer. ¿Es posible que un partido que ha hecho lo que ha hecho a la vista de todo el público pueda recuperar el favor de la mayoría?

Parece que deberíamos contestar que no, pero no creo que la respuesta deba ser tan categórica. En una democracia no solo cuentan las razones y los cálculos, también hay amplio espacio para los sentimientos, los deseos y las convicciones. Es obvio que el gobierno de Zapatero ha sido excesivamente beligerante en muchos puntos y que se ha olvidado, en apariencia, de la buena administración. Los excesos tienen sus partidarios y su prestigio. La moderación no goza de tantos afectos como pueda parecer, pero además hay otro factor en juego. La política, tal como ha sido presentada y practicada por Zapatero está al servicio de un conjunto de sentimientos que no se dejan reducir a la simple administración. En mi opinión, esa llamada sentimental debe ser contrarrestada por emociones distintas si es que se quiere que deje de ser eficaz políticamente. Tender a confundirse con la buena administración puede ser un error por parte del PP, incluso en el caso de que los electores le concedan ese papel de buen gestor que tan repetidamente reclama. La buena lógica siempre enseña a distinguir lo necesario de lo suficiente, y un exceso de moderación bien pudiera ser imprudente.
Publicado en El Confidencial]

La derecha española

Durante los ocho años de gobierno de Aznar, aunque el PSOE estuviese en crisis, y fueron unas cuantas, la izquierda siguió teniendo arraigo y solidez. La izquierda ha sabido ser más que los partidos que la representan. No está claro que esa sea la situación de la derecha.

La derecha no dispone, en la medida suficiente, de los instrumentos culturales de que ha gozado la izquierda y que en 2004 permitieron su vuelta al poder tras un período muy corto de hegemonía del PP. Los electores de la derecha constituyen un grupo disperso desde el punto de vista ideológico y que no ha sido capaz de crear los medios suficientes para la creación, difusión y promoción de sus valores. Pese a su indudable importancia numérica, se trata de un grupo a la defensiva, sin metas claras, con abundantes contradicciones que nadie trata de superar, y que ha carecido generalmente de una amplia visión estratégica. Esta situación ha cambiado algo en los últimos años, pero no haber sabido atajarla suficientemente fue, sin duda alguna, uno de los errores de fondo del gobierno de Aznar.

Una de las razones de esta diferencia entre izquierda y derecha es la siguiente: el único sector en el que las ideas de derecha han triunfado es la economía; la izquierda ha cambiado de naturaleza, de manera que los capitales (aunque puedan preferir a título privado a la derecha política) acuden en auxilio del vencedor allí donde gane la izquierda. Que Zapatero esté poniendo en peligro esa connivencia es uno de sus méritos indisputables.

Con la excepción mencionada, vivimos en una situación espiritual en que, renunciando básicamente a un programa económico propio, la izquierda promueve unos valores sentimentales muy nítidos y muy fáciles de compartir por una gran mayoría y, con la ayuda de casi el cien por cien del sector cultural, consigue imponerlos, identificando ese modo de pensar como el único civilizado. Quienes piensen de otra manera han de sobrevivir en un medio en el que, en la práctica, so capa de democracia, está severamente prohibido cualquier punto de vista alternativo.

Se trata de una situación a la que se debiera poner remedio, pero es un problema que escapa a la capacidad de cualquier partido como tal, por muy bien que lo haga, y no suele ser el caso. Solo una crisis gravísima podrá poner en riesgo este idílico panorama en el que sestea la izquierda.

En tiempos normales

Cuando era niño me asombraba oír cómo en mi familia se empleaba una expresión extraña al hablar del pasado. Se decía: “en tiempos normales…”. Como siempre he creído, equivocadamente, que preguntar es demasiado fácil, esperé a entenderlo. Tardé algún tiempo, pero lo cacé: se referían a la época anterior a la guerra civil (y, supongo, que a la República), y a sus consecuencias. No he vuelto a oír esa expresión, pero la recuerdo porque ahora tampoco estamos en tiempos muy normales.

Algo pasa que es más grave de lo que a primera vista parece. Creo que el diagnóstico vale en casi todos los niveles, pero, para simplificar, me quedaré en el plano puramente político. No es normal que una crisis financiera en la que se han dilapidado miles de millones se arregle, más o menos, mirando para otra parte. Los remedios de Obama son de este tipo, y no me extraña que Zapatero se mosquee si a él no le sale el truco. No es normal que las cosas vayan tan mal y aquí no salten chispas; no es que desee que salten chispas, lo temo seriamente, para decir la verdad, pero algo huele a podrido en Dinamarca cuando tantos millones de parados apenas se traducen en un malestar evidente. La familia está soportando carros y carretas y la gente está estirando un sueldo como si fueran dos, pero la cosa no acaba de parecer tan terrible como la pintan, de momento.

Creo que un comportamiento así serviría de base sólida para que un gobierno responsable pudiese tomar medidas serias y duras sin que nadie se perturbase con exceso. Lo que creo que puede ser demoledor es que el gobierno, bajo la varita verbal y mágica de ZP, siga ocultando la realidad de nuestro desastre económico y aplicando cataplasmas.

Aunque sea contrario a toda lógica, afirmo que no nos merecemos un gobierno como este. La increíble parsimonia del gobierno puede llevarnos a un verdadero desastre en menos de lo que pensamos; estamos al borde de amenazas realmente serias, de entrar en una crisis insalvable que nos llevase a retroceder cuarenta años en horas veinticuatro. Hay que recordar, para los optimistas, que la destrucción total de la economía argentina ha servido para seguir dando el poder a los herederos de los responsables, a un peronismo hereditario por vía colateral. ¿Es algo así lo que busca ZP? Mientras parados y pensionistas crean que la solución a sus males está en personajes como el presidente, ni él ni sus colaboradores van a tener escrúpulos en ampliar el censo de los que no tienen nada con el hermoso cuento de que serán ellos quienes mejor les defiendan.

La oposición debería empeñarse en cambiar la cultura política del país, y podría avanzar en ello si dedicase a ello las energías que invierte en defender la inocencia de sus sospechosos y el esfuerzo en lo que no parece capaz de demostrar.

El liderazgo de Rajoy

Sin que se pueda saber a ciencia cierta por qué, abundan los que creen que, a la vista de los últimos resultados electorales, Rajoy ya puede dar por hecha la victoria en las elecciones generales. Como las desgracias nunca vienen solas, le han surgido a Rajoy una pléyade de aduladores que han montado algo así como una conmemoración del aniversario de su exaltación a la jefatura del partido en Valencia. Rajoy, que es persona inteligente, debería preocuparse con análisis tan toscos y efemérides tan pueriles.

En la política española, y muy especialmente en la derecha, están muy arraigados los hábitos administrativos, los ritos funcionariales. A lo más que algunos llegan es a sumar a ese cultivo del expediente el asesoramiento de un guru moderno capaz de inventar alguna chorrada ingeniosa, como, por ejemplo, lo de la niña de Rajoy, cuando perdió las últimas elecciones legislativas debido al desastre en Cataluña, sin que al asesor se le ocurriera que, ya puestos, a lo mejor era más rentable referirse al futuro de la nena.

Lo que hasta ahora está claro no es que Rajoy vaya a ganar, sino que a Zapatero se le acaba el crédito,… y más que se le va a acabar. Pero frente a ese declive, está por surgir la figura de un líder con capacidad de suscitar algo más que la conformidad con el destino mediante la melancólica renuncia de la izquierda. Eso puede pasar, pero también puede que no pase.

Rajoy tiene que intentar ganar las elecciones y para ello le queda algo más que esperar un feliz desenlace del caso Gürtel. Entre algunos de sus colaboradores y exégetas se adivina un indisimulado entusiasmo al constatar que no parece haber rivales en el horizonte. Magro consuelo. Un partido que debería representar a buena parte de los sectores más dinámicos de la vida española, debería tener no uno, sino decenas de posibles candidatos a la presidencia del gobierno, y no debería haber espectáculo más agradable para el líder que ver la leal compañía y competencia que le rodea. Aquí parece que se prefiere emparedar a los valiosos y ascender a una corte de mediocres. No es difícil comparar sin lamentos la orquesta del PP que llevó al triunfo a Aznar, en la cual el propio Rajoy era uno de los solistas, con el menguado conjunto que ahora le acompaña. Rajoy corre el riesgo de pensar que, puesto que Zapatero se maneja con lo que todos sabemos, él, que al menos es registrador, podrá arreglarse con poco. Se equivocaría si así lo hiciese.

Entre el 93 y el 96, Aznar desplegó un trabajo espectacular de estudio, de reuniones, de análisis y de reflexión, acercándose a muchísima gente que, hasta hacía muy poco, apenas le saludaba. No tenía un solo equipo de trabajo, sino, al menos, tres: el del Partido, con Cascos al frente y con todo el grupo parlamentario, el de Faes que era un hervidero de gente, y los que se nucleaban en torno a sus asesores externos. Era mucha la gente que trabajaba para él. Oía a todos, y tenía a todos a pleno rendimiento. A pesar de eso, la victoria fue muy escasa, como todo el mundo recuerda.

Rajoy necesita hacer exactamente lo mismo, tal vez con mayor intensidad, porque el rechazo hacia Zapatero tal vez pudiere llegar a ser menos uniforme e intenso que el que se alzó frente a Felipe González y un PSOE realmente muy tocado que, además, había ganado las elecciones generales nada menos que cuatro veces seguidas.

¿Para qué tanto trabajo? La sociedad española está ya muy harta de que la política se confunda con la rutina, de que la ausencia de novedades y de programa se refugie tras la consabida mención a los principios, al modelo de sociedad y a otras insignes vaguedades que no son ya de recibo. La gente quiere saber para qué va a votar, y Rajoy haría muy mal si se confiase únicamente al empuje de sus incondicionales.

Los españoles tenemos un montón de problemas, un legado que no va a dejar de crecer en los días que Zapatero continúe derramando sus gracias, y los electores querrán conocer qué piensa hacer ante esas cosas un partido del que todavía sospecha más gente de lo razonable. Además, la competencia va a estar más complicada, porque no cabe esperar que UPyD vaya a dedicarse a desbaratar un capital tan meritoriamente logrado poniéndose a decir y a hacer memeces.

Puede que la economía siga ocupando una gran parte del interés político de los españoles, pero siempre hay algo más y el PP debería evitar presentarse únicamente como una especie de partido de gestión. Su gran debilidad ha estado siempre en la peculiar cultura política de una buena parte de los españoles que sigue creyendo en los Reyes Magos y en las buenas intenciones del demagogo. No le queda poco trabajo al PP y a Rajoy si no quiere hacer el ridículo en las próximas generales. Y para eso hace falta que se convierta en el líder que todavía no es, pero que puede llegar a ser, si acierta con el camino y no desfallece en la larga travesía que le queda, y en la que no le convienen, ni la soledad, ni los halagos.

[Publicado en El Confidencial]

Las deficiencias del sistema de partidos

Parece evidente que no son muchos los encantados con el funcionamiento de los partidos políticos y, sorprendentemente, el desencanto es mayor, si cabe, cuando se habla con militantes, con buena gente que trata de aportar su grano de arena para que las cosas vayan mejor, y se desespera con las dificultades del caso y la persistencia de ciertos errores, al parecer incorregibles. Supongo que, de este diagnóstico, hay que excluir a los que están arriba, tratando precisamente,  de que su estado no sea provisional. Desgraciadamente, cuando se piensa en solucionar esta clase de problemas, la mayor parte de las soluciones suelen incurrir en alguna forma de arbitrismo, sin caer en la cuenta de que los sistemas no tienen piezas intercambiables, de que no se puede hacer un sistema con las virtudes de todos los demás, aunque a veces nos inclinemos a pensar que el nuestro sea el conjunto universal de todos los errores.

La única solución que cabe es la mejora a partir de lo que tenemos, mediante una reforma que resultará, inevitablemente, lenta; la única alternativa a un reformismo de este tipo, es la decadencia y, no muy tarde, la muerte. Tras treinta años de partidos,  resulta sorprendente el escaso conjunto de mejoras que se han introducido en su funcionamiento, y es hora ya de plantarse muy a fondo esta cuestión. No pretendo agotar el tema en pocas líneas, sino, por el contrario, suscitarlo, un tanto extemporáneamente, para que mezclemos un minuto de cordura en la dinámica de enfrentamiento en la que parecen agotarse los partidos, los viejos y los nuevos, por cierto. Al parecer, sin gresca no hay paraíso.

Aunque la enumeración podría hacerse mucho más amplia, comentaré brevemente, algunas lacras bastante obvias en la vida de los partidos españoles. La primera de todas, es la falta de reflexión y de estudio que se manifiesta tras la inmensa mayoría de sus propuestas. Los partidos parecen arrojados a una alocada vida hacia fuera, sin preocuparse, ni poco ni mucho, de lo que deberían de hacer hacia dentro. Es como si una empresa pudiese reducirse al departamento comercial, olvidando la investigación, la innovación y los procesos de fabricación. Fruto de ese inmenso error de fondo, la ausencia casi total de una actividad reflexiva y de estudio, los partidos son esclavos de la actualidad y se encuentran atenazados por un permanente pin-pan-pun, de manera que incluso el gobierno parece siempre un mal partido de la oposición. Los partidos tienden a reducir su actividad a sus respuestas y a sus actos, a convertirse en casetas de feria en que lo grave no es ya que pretendan vender humo, sino que la mayoría de los asistentes no sean posibles clientes, sino sufridos y beneméritos militantes que se prestan a hacer de público para la ocasión, y se disponen a oír auténticas baterías de tópicos en boca de los barandas de turno.

Al improvisar, los partidos son absolutamente incoherentes, y lo mismo dicen hoy lo que negaban ayer, que afirmarán enfáticamente mañana lo que hoy criticaban a sus oponentes. Los partidos dan la sensación, como el Real Madrid de Florentino, de querer ganar las elecciones a base de ficharlos a todos, de querer dejar a los adversarios sin argumentos, y de chillar más alto que nadie. 

La consecuencia más grave de este proceder es la debilidad de la cultura política del electorado, cosa que, a mí entender, debería preocupar más a unos que a otros. Algunos pretenden curarse de esta carencia mediante una invocación, que resulta de una pobreza intelectual lastimosa, a los principios, lo que, entre otras cosas, sirve para valorar hasta qué punto el desierto ideológico y político que trajo consigo el régimen de Franco no deja de producir sus frutos, al menos en la terminología. Los principios siempre tienen guardianes y son, además, una excelente excusa para que nada se discuta, esto es, para que los partidarios de los principios continúen promoviendo la inopia política y el entusiasmo histérico de cierto personal proclive a las adhesiones incondicionales, al fulanismo. Los principios siempre requieren líderes fuertes, y eso es algo que gusta mucho a los dicen que creen en algo así como que lo importante no es ganar, sino participar, a perdedores acreditados. Si a todo esto se añade la suficiente opacidad se obtendrá, indefectiblemente, corrupción y fracaso.

Resulta especialmente misterioso este proceder de los partidos cuando se enfrentan a largas marchas de cuatro años, u ocho o doce, o más, hasta que, eventualmente, consigan ganar unas elecciones. Los partidos deberían procurar, entonces, un fortalecimiento interno, una intensificación del debate, un enriquecimiento de su coherencia a base de rigor, innovación, participación e identificación con los deseos y esperanzas de los electores. A cambio, suelen ofrecer programas improvisados, vaciedades varias y, como ha enseñado ZP, mucho marketing y mucha Internet para que el público se acojone con lo modernos que son.


]Publicado en elconfidencial.com]

Panem et circenses

Con ojo certero, el presidente del gobierno ha querido hacerse cargo de la cartera de Deporte para estar lo más cerca posible de los que pueden darle alguna alegría en el futuro inmediato. No se trata de una estrategia de ocasión; el presidente nos conoce bien, es uno de los nuestros; no es un alto funcionario, ni un capitán de empresa, ni un científico, ni tampoco un erudito, especies raras en nuestros lares, sino que es un hombre corriente a más no poder, y sabe que esa vulgaridad bien llevada, juega un papel importante en nuestra democracia. No es, por ejemplo, un gran orador, pero gesticula como el que más, y ha sabido convertir en mercancía de estado esa frivolidad tertuliana que es tan característica de nuestras tierras; no sabe una palabra de economía, pero eso en España es un título muy preciado; no tiene una gran cultura, ni ha demostrado otra cosa que habilidad para vadear el río, algo que, en una España capaz de dedicar cátedras al toreo, tiene un mérito extraordinario, el de parecerse más que nadie a casi todo el mundo. 

Zapatero va a jugar a fondo con las ganas de vivir bien que tenemos y con nuestra manera, entre senequista y mema, de poner al mal tiempo buena cara, y de tener alguna ocurrencia a punto cuando las cosas se ponen feas. Como aquellos césares romanos que conectaban directamente con el pueblo y dejaban al Senado entregado a sus intrigas, ZP pretende tener hilo directo con la gente a base de populismo, emoción y promesas sin cuento. Para él, y para quienes le secundan, el panorama siempre está a punto de aliviarse porque está seguro de nuestra capacidad de encaje, de que los parados tienen familia, de que siempre habrá alguna chapuza que hacer para que la sangre no llegue al río, porque la gente no tiene ganas de llorar. Mientras tanto, se dedica a llamar cenizos, aguafiestas y antiguos a los que creen que abundan más las hormigas que las cigarras, siempre encantadas de conocerse. 

Esta contraposición entre bonhomía cazurra y sabiduría sombría puede dar todavía más de un disgusto a los estrategas del PP. Aquí son muchos los que admiran al que sabe vivir del cuento: una inmensa mayoría entre los que consideramos personajes populares, algunos de ellos auténticos virtuosos que se asoman día tras día a las televisiones procurando el pasmo continuo, y cierta envidia, del respetable. A los teóricos de la democracia les podrá extrañar que una dialéctica de vendedor de crecepelo pueda tener un éxito tan continuado, pero la política es así, y algunos ya deberían haber aprendido la lección.  Pero mientras a ese tipo de discurso, por llamarlo de alguna manera, se le oponga solamente un tono de reprensión, la gente puede preferir el salero a la filípica, entre otras cosas porque ya le ha dicho un amigo que esto no hay quien lo arregle y es preferible tomárselo con calma. 

[Publicado en Gaceta de los negocios]