Una imagen contra la que no se hace nada

La imagen que me manda mi amigo Boris Levy es el puro retrato de una situación contra la que nada se hace. Con la levísima excusa de la presunción de inocencia, todos los sistemas se apresuran a proteger a quienes, entre los suyos, son merecedores de repulsa y de sanción. Los partidos defienden a sus corruptos, que son millares; los jueces, que trabajan coordinadamente en empeorar la fama que merecen, defienden a un jefe descarado que tiene que irse a su casa cuanto antes; los legisladores no toman ninguna medida que pueda contribuir a acabar con esta lacra que desprestigia a la democracia y hunde nuestra economía; en fin, para qué seguir. 
Urge modificar la Constitución para establecer normas de mínimo cumplimiento que promuevan la democracia interna de los partidos, y es inaplazable imponer reglas de trasparencia en todo, absolutamente en todo. Siempre que algo está oculto es porque no se puede mostrar, así de simple: las cuentas de los partidos, los gastos reservados, las atenciones protocolarias. Hay que acabar con todo esto para que una ética pública exigente permita que la democracia rinda frutos de prosperidad real, no de burbujas basadas en la especulación, la mentira y la recalificación arbitraria del valor de los terrenos para que unos cuantos puedan forrarse a costa del esfuerzo ímprobo de muchos.
La wikipedia del 15M

El persistente error de Divar

El señor Presidente del Supremo y del Consejo General del Poder judicial pretende dar hoy explicaciones de lo que ha hecho, mal por supuesto, y alega que lamenta el mal causado al Consejo. Pues muy mal, una vez más. Lo importante no es el daño que le haya causado al Consejo, que cierto es, sino el daño que nos hace a todos nosotros, a España y a su prestigio moral, a nuestra imagen pública como Nación, a nuestra credibilidad, y no tanto porque este atildado personaje se haya gastado ilícitamente unos cuantos miles de euros, lo que, para nuestra desgracia, es moneda común, sino porque está utilizando sus resortes de poder para que algo que está indiscutiblemente mal, un proceder por lo que cualquier chorizo pagaría, y durísimamente, se le pase a esta Señoría por alto, se blanquee, y aquí no pase nada. Esto último es lo que es absolutamente intolerable, además de que lo primero constituye muy probablemente un delito, menor, tal vez, pero delito, del que está claro que hay indicios, diga lo que diga la Fiscalía, de manera que usted deberá irse a su casa, para empezar, para que, la menos podamos sacar un ejemplo, ya que no de su conducta, si de la unánime repulsa que ha merecido, que debería merecer, a derecha y a izquierda.
La descortesía

Segunda carta a Pablo

Me pregunta también Pablo sobre la forma de reducir el número de funcionarios, al tiempo que se interesa por las razones que hay para que los requisitos de las pensiones hayan subido para todos menos para los parlamentarios, y muestra su indignación con el hecho de que los políticos cobren varios sueldos al tiempo por hacer, en el fondo, una única cosa.
Las dos últimas cuestiones son muy simples, porque demuestran, únicamente, que los políticos, como colectivo, han perdido el respeto a los electores. Que se atrevan a aprobar leyes y prácticas tan claramente beneficiosas para su situación, al tiempo que endurecen, aunque fuere necesario hacerlo, las condiciones de todos los demás, muestra su desvergüenza, sin excepciones.
Lo de los sueldos es algo más discutible, pero me parece que roza el esperpento en muchos casos. Al comienzo de la democracia había una mayor sensibilidad para esto, pero con el paso del tiempo se han ido perdiendo las maneras y se ha hecho normal el acumular salarios con toda naturalidad. Creo que es algo que debería someterse a criterios objetivos y de ejemplaridad, pero, con todo, no alcanza el grado de sinvergonzonería de lo de las pensiones.
Lo de los empleados públicos es también sencillo de explicar y relativamente fácil de arreglar, pero los políticos tratarán de evitarlo porque más funcionarios significa para ellos, indefectiblemente, más poder y, dado que los principios constitucionales para proveer las plazas de la función pública, mérito, capacidad y libre concurrencia, se suelen olvidar por supuestas razones de urgencia, eso se traduce en la posibilidad de hacer más favores, naturalmente a los amigos y correligionarios que, aunque hayan entrado por la puerta de atrás o por la ventana de la pura recomendación, años después, se convertirán en funcionarios de carrera.
Hay que subrayar que, en los dos últimos años, el empleo en el conjunto de las Administraciones Públicas, ha crecido en cerca de 300.000 personas, al tiempo que se cerraban  casi medio millón de empresas. Es decir, que la clase política seguía gastando dinero de los impuestos que nos ahogan en gastos innecesarios y en sueldos que, en su gran mayoría, también lo son, porque no responden a nada más que a desorganización, descaro y nepotismo político.
Ayer mismo almorcé con un diplomático, que ha sido  Embajador de España, que es uno de los muchos al que el Ministerio  mantiene sin hacer nada, no tiene ni que ir a la oficina. No se trata de un caso excepcional. Los españoles armarían una revolución si pudiesen comprobar el enorme número de personas que supuestamente trabajan para ellos y que, en realidad, no hacen nada, a veces ni siquiera aparecen por el puesto de trabajo, además de que hay otros que, si van, es peor.
No sirve el consuelo de que en Europa pasa, más o menos, lo mismo, que es un argumento que se suele emplear por los que se dicen defensores de lo público. No es verdad y, en todo caso, en ningún país serio se pueden dar los casos realmente increíbles que aquí tanto abundan. Es evidente que hay funcionarios que trabajan mucho e incluso que trabajan bien, pero invito a cualquiera que tenga un amigo o un conocido funcionario a que le pregunte si en su trabajo sobra o no sobra gente (¡ojo! que no sea sindicalista, que dirá que hay que  meter a muchos más!).
A mi me parece que el caso actual de España es que sobra, como mínimo, un 30 por ciento de empleo público, y en algunos sectores bastante más. ¿Cómo se podría arreglar todo esto? Creo que habría que hacer varias cosas bastante radicales:  primero, acabar con el carácter vitalicio de la función pública salvo en casos muy especiales, como el de la inamovilidad de los jueces, por ejemplo. Se trata de una medida a largo plazo pero importante. Otra cosa que habría que hacer es facilitar la salida, incluso mediante incentivos, de todos los que, tras una auditoria bien hecha, se muestre que son innecesarios. Tercero, favorecer muy intensamente la competitividad interna de los funcionarios que hoy es prácticamente nula.
Nada de esto se puede hacer con la legislación laboral que tenemos, los jueces devolverían sus empleos a todos los despedidos con sustanciales indemnizaciones, ni con los actuales sindicatos, que son meros conservadores de privilegios laborales particulares, ni mientras los españoles sigan premiando en sus votos una cultura política estatista y de izquierdas, que también promueve, a mi modo de ver con gran irresponsabilidad, el PP cuando habla de los gastos sociales como si fuera algo intocable, que no lo es.
Como verás, soy pesimista. Puede que, de continuar el deterioro económico del país, al que, sinceramente no veo freno eficaz a corto plazo, los españoles que viven de su trabajo se den cuenta de que no pueden soportar por más tiempo el mantenimiento de unas administraciones tan costosas y tan ineficientes; también puede suceder que nos intervengan desde fuera y nos impongan, de uno u otro modo, medidas serias en este terreno. En cualquier caso, me parece que habría que impulsar una toma de conciencia de que es insostenible un crecimiento continuado del sector público en la economía, y de que es necesario mejorar nuestra ética pública, introducir la accountability, que los organismos den cuenta de lo que  hacen y de en qué emplean a sus trabajadores.
Como muestra baste un botón: Telemadrid, que es la TV autonómica más barata de toda España, tiene un share medio del 8% y se gasta en ello unos 138 millones de euros, con un déficit de explotación de unos 17 euros por madrileño al año, que, insisto, es el más bajo de todas las autonómicas, de manera que si hubiese puesto el ejemplo de cualquier otra televisión pública el caso sería más grave. Pues bien, las televisiones privadas, ganan dinero y no nos cuestan nada, en principio. Y así, en muchas otras cosas que el Estado, las Autonomías y los Ayuntamientos hacen de manera menos eficiente que las empresas privadas. La función pública debería quedar, en exclusiva, para los jueces, los militares, los inspectores de hacienda.. y poco más. Y por supuesto, cuando el inspector de Hacienda, o similar, pida excedencia para irse a ayudar a una empresa privada, debería perder su condición de funcionario público. Bueno, vale.
¿Una campaña contra Google?

Las cuentas de la lechera

A diferencia de la ilusa protagonista del cuento clásico, que se remonta, al menos, a Esopo, el presidente del Congreso de los Diputados ha conseguido edificar una considerable fortuna a base de unos inexplicables golpes de suerte, en unos casos, e inspirando solidaridad y ternura en un buen número de empresas que, a buen seguro, no suelen conceder al común de los mortales las suculentas ventajas que han concedido al señor Bono, que, claro está, no iba a rechazarlas, para consolidar un patrimonio que se pretende al abrigo de toda sospecha. Es obvio que los que se han de conformar con la triste y conformista moraleja del cuento de la lechera, carecen de la habilidad y la labia del político manchego. Se podría decir incuso que, de la misma manera que los expertos que han pergeñado en Andalucía unas modalidades inéditas y muy imaginativas de corrupción, puesto que hay que reconocer que introducir en un ERE a alguien que no forma de la plantilla es mucho más ingenioso que descerrajar la caja de los huérfanos de la Guardia Civil, como había hecho Roldán, es decir robando de una manera harto vulgar y escasamente imaginativa, el señor Bono ha dado pasos muy firmes en un terreno que, hasta el momento se ha solido considerar resbaladizo, de manera que su conducta puede servir para ampliar en un sentido, digamos, humanista, e incluso cristiano, las categorías jurídicas de Códigos legales en los que no encuentra fácil acomodo ni la simpatía, ni la facundia y el don de gentes del singular político manchego. Si a eso se añade que el señor Bono dispone en su favor de medios de información entregados a la inverosímil causa de su ascenso político, se reconocerá con facilidad que es imposible prever hasta dónde llegarán las innovaciones que Bono pueda poner en práctica para regocijo de políticos poco escrupulosos, como no sea que alguien le advierta a tiempo, si fuere el caso, de que lo suyo es ingenioso pero no indudablemente legítimo.
Lejos de estas complacencias con político tan rumboso, la querella que se ha presentado contra él en el Supremo no se anda con contemplaciones y en lugar de admitir la rareza contable de unas cuentas de la lechera triunfadora, tira con decisión de la aritmética común para demostrar que los números no cuadran, los muy antipáticos. Da toda la sensación, según indica la querella, que la estupenda permuta de un viejo piso madrileño, con inquilino incorporado, por un espléndido ático doble y libre de cualquier carga en una zona de lujo de la costa se ha podido llevar a cabo sin que quede constancia explícita de la cancelación de una hipoteca muy inflada que pendía sobre el piso de la calle del Cerro del Castañar, en esta villa y corte, y por el que el matrimonio Bono percibía una renta mensual de entre 600 y 700 euros, muy alejada, ciertamente, del supuesto valor del inmueble. En cualquier caso, si la hipoteca hubiese sido cancelada, la querella se pregunta con enorme buen sentido “«¿de dónde sacó el matrimonio Bono-Rodríguez el dinero necesario para proceder a la liquidación de la hipoteca? Como se ve, estamos ante una sucesión de prodigios realmente digna de un cuento chino. La habilidad financiera del matrimonio solo puede compararse con el espíritu altruista de Reyal-Urbis, imaginamos que habitualmente reprimido por mor del buen negocio, ya que no se recuerda en el sector una permuta de lujosos áticos en la Costa del Sol por un piso, viejo y arrendado, es decir de muy problemática venta para recuperar el valor puesto en juego en un trueque tan generoso. Los jueces, con la segura ayuda de los Fiscales, van a tener que hilar muy fino para considerar que tantas casualidades son menos sospechosas que unos trajes de caballero.

Bono, o de la hipocresía

¿Es normal que un personaje dedicado por entero y desde siempre a la vida política haya amasado la fortuna que se le adivina al presidente del Congreso? Por lo que se ve, sí. Resulta normal, porque en España las mentiras circulan en carroza, y con gran aplauso de amplios sectores del respetable público. Hay una especie de mentira honrada, de la que vive mucha gente, y algunos muy bien, como Bono. Nuestra vieja sabiduría de pueblo corrido, pero fingidamente ingenuo, nos enseña que lo importante son las ideas, y que de tejas abajo cada cual se las arregle como pueda. En este aspecto, Bono es ejemplar, casi único. Es lo más que se puede ser, una síntesis de todo: hijo de falangista y antifranquista, socialista y católico, populista y exquisito, cristiano de base y millonario, patriota y hombre de partido, persona risueña e indulgente, pero amigo de Garzón y de la justicia universal. Ha sabido conducir inteligentemente su vida; ha maridado con mujer bella y emprendedora, capaz de embolsarse, según se ha dicho, 800.000 euros al año con unas tiendas de abalorios, lo que la coloca, desde el punto de vista empresarial, muy cerca del milagro de los panes y los peces, cosa que gustará, sin duda a su marido. Bono ha desarrollado una política matrimonial para su estirpe digna de la de los Reyes Católicos, emparentando a los suyos con lo más de lo más, con carne de couché. A ratos libres, se ha hecho con una hípica en Toledo, es decir ha logrado el sueño que todos los buenos padres de familia tienen con sus vástagos: que si quisieren caballear puedan hacerlo en la hípica de papá, sin riesgos ni temores.

Malnacidos, calumniadores y otras especies de envidiosos, recelan de tanta fortuna y se malician que haya gato encerrado. ¡Qué enorme error! Sólo los muy tontos se mercan trajes de favor en sastrerías mediocres. Todo lo que ha hecho Bono es seguramente legal, más que legal, admirable. ¿Es que se puede reprochar a un líder político que tome decisiones que generen gratitudes eternas? ¿Es que acaso se va a establecer la prohibición de tomar medidas que beneficien al Bien Común, con mayúsculas, como lo pondría Bono, por el hecho, meramente casual, de que puedan lucrarse algunos de los amigos de quien las tome? No señor, lo primero es lo primero, gobernar para el pueblo, sin preocuparse del qué dirán, que tampoco es para tanto.

Estas razones están muy claras en la cabeza y el corazón de quienes veneran al manchego. Sus votantes saben bien que en Bono han tenido a un gobernante que ha mantenido a raya a los especuladores; que bajo su mandato solo se han recalificado terrenos que fuese imperioso poner en el mercado, por su calidad, o por su urgencia, siempre con motivo. Pueden seguir estando tranquilos porque jamás podrá sospecharse, y menos aún probarse, que la mano de Bono haya movido torcidamente raya alguna que trasmutase en oro terrenos que fuesen un erial, que haya convertido de modo interesado y parcial pedrizales estériles en fuentes inagotables de riqueza urbanística. Poco importa que en estas operaciones se hayan dejado unos euros de más por diversos recovecos, o que los españoles de a píe paguen el metro del pisito suburbano a precio de Manhattan. Contentos están ellos con que el urbanismo esté en manos progresistas, y con que los especuladores no hayan podido hacer su agosto a costa del sudor de su frente.

Lo que ocurre en este país de envidiosos es que la gente tiene ganas de manchar con calumnias la límpida ejecutoria de un político ejemplar, de alguien que persiguió de manera implacable a los traficantes del lino, a su antecesor en Defensa, a cuantos han desafiado su rigurosa ética civil.

Bono es un ejemplo moral, es la mejor parábola sobre las virtudes de la democracia, sobre su limpieza, sobre su trasparencia, sobre su incorruptibilidad. Toca ahora a los electores valorar cuanto se ha dicho, y tal vez se siga diciendo, sobre las indudables habilidades patrimoniales y gerenciales de un político que, como todo el mundo sabe, se ha dedicado exclusivamente a los demás, al servicio público.

Algunos pensarán que la justicia debiera intervenir en el asunto, tan extendida está entre nosotros la confusión entre la política y la ley, la judicialización del debate social. No habrá tal, apenas una pena de papel, porque la justicia emana del pueblo, dice la Constitución, y el pueblo ya ha hablado elocuentemente al ungir a Bono con sus votos.

Pese a tan espesas razones, el enriquecimiento de Bono es repulsivo, impensable en una democracia exigente y rigurosa. El canciller Kohl vive modestamente en un pisito, mientras Bono no sabe en cuál de sus mansiones pasará el próximo fin de semana. Hay que aprender a distinguir la ética de la legalidad, a juzgar independientemente de lo que tuvieren que decir los jueces, porque muchos de los atentados más graves al interés general se llevan a cabo con extrema pulcritud jurídica, aunque con no menor hipocresía.

[Publicado en El Confidencial]

Garzón, español ejemplar

El término ejemplar tiene, en nuestra hermosa lengua española, dos acepciones muy distintas: un ejemplar es un caso típico de algo, y ejemplar se dice de alguien que debiera ser imitado. Se ve fácilmente que el genio de la lengua es muy optimista, porque sostiene ambos significados de la misma palabra. Bien está que la lengua, al menos, sea optimista, porque el panorama no está para muchas alegrías. La democracia española no ha podido beneficiarse del apoyo que presta, en otros lugares, una ética pública exigente, y ampliamente compartida. Entre nosotros, por el contrario, es muy frecuente tener, y no sentir empacho alguno, una concepción puramente patrimonial de los cargos, sin apenas sentido institucional. Garzón ha sido un personaje característicamente español en este sentido preciso: un juez al que parece haber importado bastante poco la situación de su juzgado, y la justicia ordinaria, lo que le ha permitido utilizar su cargo como un trampolín espléndido, cosa que, naturalmente, ha sabido aprovechar muy bien para cultivar su fama. Fruto de esa conducta ha sido la pretensión de que un juez de la nombradía internacional de Garzón, no pudiera ser juzgado por unos desconocidos. Sin embargo, hay muy pocas dudas sobre la respuesta que pudiera dar cualquiera si se le preguntase: ¿Prefiere caer en manos de un juez justo, concienzudo y anónimo, o de un juez famoso y descuidado?
Como tantos españoles, Garzón ha trabajado para sí antes que para cualquier justicia. En efecto, lo primero que piensan muchos españoles cuando acceden a un cargo es: ¿Qué voy a sacar yo de todo esto? Lo que debiera pensar, por el contrario, es: ¿Qué espera la sociedad española? ¿Cuáles son mis obligaciones? ¿Qué objetivos son los esenciales? La mayoría de los políticos no considera su cargo público como un servicio, sino como una cucaña que le permitirá a él llegar más arriba; este tipo de personajes no se ocupa de su función, sino de apoyar a su provincia, a sus electores, a sus militantes, y, cómo no, a sus amigos. Como es natural, esta clase de conductas suele revestirse de ideología, para evitar que se advierta su indecencia, y puede hacerlo porque la cultura política de los españoles está todavía muy subdesarrollada. Una buena mayoría de electores decide sus preferencias basándose, únicamente, en analizar lo que se les dice, no lo que pasa, o lo que les hacen. Somos herederos de una cultura barroca, declamatoria, adoradores de las grandes palabras, y estamos poco acostumbrados a lidiar con cifras, con experiencias, a ejercer el espíritu crítico. Las televisiones están haciendo estragos en esta tendencia al embobamiento, no en vano Zapatero ha sido muy generoso con sus problemas, y con nuestro dinero.
Una manifestación muy típica de esta conducta escasamente crítica es la tendencia leguleya a convertirlo todo en una discusión en la que no haya reglas claras, en que todo se pierda en mil vericuetos, para explotar la presunción de que se está defendiendo algo que está más allá de las disputas ordinarias. Las triquiñuelas, el tipo de argucias que ha intentado Garzón para evitar que el Supremo le someta a juicio, son un buen ejemplo de esa estrategia hipócrita, pero efectiva con los bobos. Este perderse en considerandos infinitos y en otrosís, favorece la ignorancia de la distinción esencial entre lo ético y lo jurídico; aquí se tiende a actuar como si todo lo que no es delictivo, fuese perfectamente lícito, aunque sea moralmente repulsivo. A eso ayudan las artes de la hipocresía, la mentira convertida en buena educación, el eufemismo elevado a sabiduría. Se sabe que algo está mal, pero lo esencial es que no lo parezca, que no trascienda. La mentira, decía ya Gracián, hace siglos, se ha asentado en la instalado en la corte; lo asombroso es que los que resultan perjudicados, y son legión, no se sientan llamados a desenmascarar a quien les toma miserablemente el pelo. Hace unos días, por ejemplo, al salir el Rey del Hospital Clinic, expresó su admiración por lo bien que estaba la Seguridad Social; pues bien, es asombroso que nadie haya reparado que el Rey no ha estado nunca en una lista de espera, y que, además, ha sido atendido en una zona privada del Hospital, pero claro no se va a llamar mentiroso a don Juan Carlos que trata siempre de ser tan simpático.
Cualquiera que haya sentido alguna vez la admiración que suscita la lucha por la justicia y la libertad, un movimiento que cierta izquierda pretende monopolizar sin demasiadas razones, no dejará de sentirse abochornado por algunas de las cosas que se han dicho estos días a favor de Garzón, como tampoco dejará de sentir pasmo ante la impavidez de Zapatero para afirmar una cosa y su contraria; tales son las artes que, al parecer, permiten pasar de oscuro secretario provincial, a presidente del gobierno. Estamos sobrados de esa clase de artistas, pero escasos de electores capaces de pensar por cuenta propia, más allá de los oropeles de Garzón, o las mañas de Zapatero.